Antecedentes académicos y profesionales

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Buenos Aires, Argentina
Doctor en Derecho y Magíster en Derecho Procesal (Universidad Nacional de Rosario). Director del Departamento de Derecho Procesal Civil (Universidad Austral, Buenos Aires). Profesor Adjunto regular de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Docente estable en la Maestría en Derecho Procesal (Universidad Nacional de Rosario). Profesor Invitado a la Especialización en Derecho Procesal y Probatorio de la Universidad del Rosario (Bogotá, Colombia) y a la Especialización en Derecho Procesal de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Miembro Titular del Instituto Panamericano de Derecho Procesal. Abogado y experto en litigación. Consultor internacional. Autor de cuatro libros y más de treinta artículos de doctrina, además de haber escrito otros tres libros como coautor y participado en obras colectivas. Sus trabajos de doctrina fueron publicados en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Paraguay, Perú y Uruguay. Ha dictado cursos y conferencias en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay. Miembro de la Comisión Redactora del Anteproyecto de CPCCN

Bienvenidos

Bienvenidos. Muchas gracias por visitar el blog. Encontrarán algunas novedades e información sobre distintas actividades académicas y debates procesales. También se irán presentando mis publicaciones, incluyendo artículos de doctrina relacionados con el derecho procesal y los sistemas de justicia en Latinoamérica. El desafío es construir juntos, a partir de los Derechos Humanos bien entendidos, una justicia mejor, que se ocupe del hombre que acude a ella.
Quedo a disposición para cualquier consulta que deseen en: gcalvinho@gmail.com. También podés seguirme en twitter: @gustavocalvinho
Saludos desde Buenos Aires.

22 de diciembre de 2013

DISTINCIÓN ENTRE DERECHOS Y GARANTÍAS


      Para quienes entendemos que el proceso es una garantía, reviste gran importancia la diferenciación conceptual que aquí proponemos. Porque a veces se detecta cierta confusión en la significación y distinción de los derechos y las garantías e, incluso ―en algunas oportunidades― se las emplea como sinónimos, pese a que en el plano jurídico sus conceptos pueden no coincidir.


Germán Bidart Campos
      Desde una perspectiva constitucional se ha entendido que las garantías son el soporte de la seguridad jurídica y que tiene el hombre frente al Estado como medios o procedimientos para asegurar la vigencia de los derechos[1]; son todas aquellas instituciones que, en forma expresa o implícita, están establecidas por la Ley Fundamental para la salvaguarda de los derechos constitucionales y del sistema constitucional. Los derechos, en cambio, son las regulaciones jurídicas de las libertades del hombre[2]. Los derechos conforman la esencia jurídica de la libertad, mientras que las garantías son instrumentos jurídicos establecidos para hacer efectivos los derechos del hombre[3]. Las garantías no son otra cosa que las técnicas previstas por el ordenamiento para reducir la distancia estructural entre normativa y efectividad, posibilitando la máxima eficacia de los derechos fundamentales en coherencia con su estipulación constitucional[4].
      Completando el panorama, los derechos importan facultades o atribuciones; las garantías otorgan herramientas o medios para efectivizar los derechos. Sin embargo, se ha avisado que la separación entre derechos y garantías no siempre es nítida, desde que es posible hablar del derecho a articular la acción[5] de hábeas corpus ―con lo que se alude al derecho de ejercer una garantía― y de derechos que pueden también ser vistos como garantías ―v. gr., no ser obligado a declarar contra sí mismo, que también se comporta como garantía para asegurar el derecho a la inviolabilidad de defensa en juicio―[6].
      En nuestra opinión, es importante atender la diferencia conceptual entre derechos y garantías ya que la efectivización de aquéllos son asegurados desde éstas, que funcionalmente constituyen el medio con que cuenta el hombre para defender sus derechos frente a las autoridades, los individuos y los grupos sociales y económicos. A su turno, si posamos nuestra mirada en el sistema constitucional, las garantías también actúan como un instrumento que asegura su misma subsistencia. Por ello, sus alcances no se limitan a la defensa de los derechos, sino también se extienden al resguardo de las instituciones.
      En consecuencia, la relevancia de no confundir derechos y garantías se vuelca al plano empírico a partir de herramientas procedimentales que se utilizan por lo general ante órganos judiciales, aunque no exclusivamente, pues también ―cuando sea pertinente― pueden presentarse ante árbitros. Los doctrinarios destacan además otros casos donde se recurren a vías extrañas al Poder Judicial, como en los supuestos del estado de sitio y la intervención federal, que son verdaderas garantías del sistema constitucional[7]. En esta plataforma ya se comienza a palpar la relación entre derechos, garantías y proceso.
      En el estricto campo de las garantías constitucionales, su manifestación se alimenta con tres elementos:
      1) un interés legítimo asegurado por la Constitución, resultante de un derecho individual, de un derecho social o del sistema institucional[8];
      2) un riesgo o daño para el interés tutelado por la Ley Fundamental y
      3) un instrumento jurídico idóneo para disipar ese riesgo o daño[9].
      Lo expuesto, que usualmente es contemplado desde el prisma constitucional, no se agota allí y es dable examinarlo añadiendo una visión más amplia, inclusiva de los derechos humanos, que como sabemos son reconocidos no sólo en las leyes supremas de los ordenamientos, sino también en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos ―que surge de las declaraciones, pactos, tratados y convenciones de índole internacional o regional que instituyen, a su vez, organismos políticos, jurídicos, contenciosos y cuasi contenciosos encargados del control y cumplimiento del contenido de esos instrumentos, ratificados voluntariamente por los Estados que los suscriben―[10].







[1] Bidart Campos, Germán: Tratado elemental de derecho constitucional argentino. Nueva edición ampliada y actualizada, Ediar, Buenos Aires, 1995, t. I, p. 622.
[2] Badeni, Gregorio: Instituciones de Derecho Constitucional, Ad-hoc, Buenos Aires, 1997, t. I, p. 637.
[3] Ibídem, p. 637.
[4] Ferrajoli, Luigi, “El derecho como sistema de garantías”, Revista Uruguaya de Derecho Procesal N° 2/99, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 1999, p. 209.
[5] En puridad procesal, en este supuesto corresponde hacer referencia a pretensión en vez de acción.
[6] Sagüés, Néstor Pedro: Elementos de derecho constitucional, 2ª edición actualizada y ampliada, Astrea, Buenos Aires, 1997, t. 2, p. 227.
[7] Badeni, Gregorio, op. cit., t. I, p. 638.
[8] Incluso, en algunas de las constituciones más modernas, este interés legítimo puede emanar de un derecho de incidencia colectiva ―ya sea que tengan por objeto bienes colectivos, o se refieran a intereses individuales homogéneos―.
[9] Badeni, Gregorio, op. cit., t. I, p. 639.
[10] Figueroa, Ana María: ”Globalización jurídica, neoconstitucionalismo y crímenes de lesa humanidad”, Revista Jurídica Argentina La Ley, Buenos Aires, t. 2008-A, p. 982. 

11 de agosto de 2013

EL ALEGATO

Hace algunos días, un colega nos escribió un correo electrónico preguntando si era cierto que el material bibliográfico atinente a la temática del alegato no abunda, o si él había fallado en su búsqueda. Para su tranquilidad le respondimos que, en verdad y más allá de su tratamiento en las obras generales de la materia, el alegato no ha tenido la cantidad de trabajos específicos que se merece. Y ello debido a que muchas veces se lo sacrifica en aras de una mal entendida celeridad procesal. 
Sin embargo, y más allá del concepto que repasaremos brevemente, estimamos interesante tomarnos el atrevimiento de dar algunos consejos prácticos para su confección, dada la importancia de este acto procedimental.

1. Concepto
Tratándose el proceso de un método de debate que constituye una serie lógica y consecuencial de instancias bilaterales conectadas entre sí por la autoridad[1], se observa la importancia que reviste el mantenimiento de un orden inalterable en sus etapas ―afirmación, negación, confirmación y alegación o evaluación―. Cada una es el precedente de la que continúa.
Por lo tanto, una vez clausurado el período probatorio, los códigos procesales civiles, en general, otorgan a las partes la facultad de alegar. La mayoría de los ordenamientos exigen que se haga por escrito, aunque son indudables las ventajas de que se efectúe en audiencia. No perdamos de vista que el alegato representa, ni más ni menos, la última oportunidad que tienen los litigantes para hacer oír su voz antes de ser juzgados.
En el caso del artículo 482 del CPCCN argentino, el alegato se permite únicamente para los juicios regidos por el trámite ordinario —artículo 319—[2].En los expedientes donde se produjo prueba en Cámara ―alternativa sólo prevista para juicios ordinarios donde se haya apelado la sentencia definitiva, por lo tanto con recurso concedido libremente―[3], el artículo 262[4] faculta a las partes a presentar alegatos dentro de los seis días, ceñidos a la valoración de las confirmaciones desarrolladas en segundo grado. 
¿En qué consiste el alegato? La respuesta la hallamos en la célebre obra del maestro Hugo Alsina: el alegato de bien probado es el escrito en el cual las partes examinan la prueba rendida con relación a los hechos afirmados en la demanda y contestación, para demostrar su exactitud o inexactitud. Se trata de una exposición escrita que no tiene forma determinada por la ley,  pero que debe limitarse al análisis de la prueba frente a los hechos afirmados estableciendo las conclusiones que de ella deriven[5]. Podemos añadir que, al alegar, cada parte hace una evaluación del material probatorio, encuadrando los hechos acreditados en la norma jurídica que rige el caso sometido a juzgamiento[6].
Los autores —por lo general— coinciden en un aspecto teórico de implicancias prácticas: el alcance de la figura en análisis se circunscribe a la valoración de la prueba rendida. De tal manera, y dado que es la última posibilidad de ser oído, corresponde que en el alegato se desarrolle la evaluación de los resultados de las confirmaciones procesales a la luz de los hechos controvertidos merecedores de comprobación. Cada parte remarcará todos y cada uno de los aspectos que surjan de las pruebas producidas y agregadas que juegan a favor de sus afirmaciones. A su vez, intentará restar o negar valor a las demostraciones de la contraria. La pieza se dirige al sentenciante para que forme su convicción en sintonía con las pretensiones o defensas, valorando las propias pruebas y criticando las del oponente[7].
En consecuencia, es fundamental la indicación sucinta de los hechos afirmados por quien alega, que son materia de controversia, remarcando concretamente —en lo posible señalando las fojas— cuáles pruebas producidas acuden en auxilio de aquéllos, examinando su resultado y confrontándolo con otros elementos del expediente si es necesario.
La recapitulación o síntesis de lo actuado debe reducirse a lo mínimo indispensable, pues constituye sólo un aspecto pasivo del alegato, ya que su verdadera misión —función activa— es la valoración que cada parte trata de hacer sobre el mérito fáctico y jurídico de lo que de sus afirmaciones ha probado y de lo que ha permanecido sin probar por la adversaria[8]
Se ha puesto de relieve que, en el alegato, el letrado podrá lucir su versación jurídica mediante citas doctrinarias y jurisprudenciales que apoyen la tesis sostenida en el correspondiente escrito constitutivo del proceso[9]. Aunque ello no significa que sea  recomendable extenderse más allá de lo razonable incurriendo en reiteraciones innecesarias o incluyendo cuestiones ajenas a las propias de su contenido.
Vale recordar que en el alegato es improcedente modificar las pretensiones procesales o introducir nuevas cuestiones que no fueron planteadas oportunamente, ya sea en el escrito inaugural, en la reconvención, en sus respectivas contestaciones o en el de invocación de hechos nuevos ­—artículo 365 Código Procesal Civil y Comercial de la Nación—. Amén de ello, el artículo 473 del CPCCN posibilita que las partes, hasta la oportunidad de alegar, cuestionen la eficacia probatoria de los dictámenes periciales con arreglo a lo dispuesto por el artículo 477, aun si no impugnaron u observaron el peritaje o solicitaron explicaciones. En consecuencia, pueden incluirse en el alegato consideraciones atinentes a la eficacia de la prueba pericial producida.

2. Aspectos a considerar en la confección del alegato
Atendiendo lo expuesto y la práctica forense, podemos señalar una serie de consejos útiles a la hora de realizar una actividad de corte intelectual como lo es redactar un alegato. Pese a que en el ámbito donde rige el CPCCN no hay normas que reglamenten especialmente su forma, más allá que debe cumplir todos los requisitos relativos a los escritos judiciales en general ―artículos 46, 47 y 48 del Reglamento para la Justicia Nacional y normas complementarias de la acordada CSJN del 14-7-59―, es conveniente tener en cuenta lo siguiente:
·         La presentación es facultativa, si bien es indudable su utilidad, pues un buen alegato siempre beneficia. La parte que no alega no se perjudica procesalmente por tal circunstancia, ni es pasible de sanción alguna. Pero quien se perjudica económicamente es su representación letrada: la ley de aranceles 21.839 ―artículo 38― considera a los alegatos como una de las tres etapas del proceso ordinario y por lo tanto influyen nada menos que en un tercio de la regulación de honorarios de primera instancia. Entonces, atención: invertir una lluviosa tarde en redactar un buen alegato de seis páginas hará engrosar nuestra cuenta bancaria en idéntica proporción que todo el esfuerzo realizado durante los tres años que el mismo expediente estuvo abierto a prueba ―y que implicó: concurrir a una audiencia preliminar, dieciséis de testigos, una de cuerpo de escritura, depositar un adelanto de gastos, impugnar dos pericias, confeccionar diez cédulas y diligenciarlas, confeccionar cuatro oficios y diligenciarlos, acusar dos negligencias probatorias… y en cumplimiento del artículo 11 de la ley 10.996, concurrir a secretaría al menos todos los días de nota, o sea unas doscientas setenta y seis veces―.
·         Como no se corre traslado del alegato, no es necesario ―ni conveniente―  presentar copias.
·         Los alegatos que se presentan no se incorporan al expediente de inmediato, sino que se coloca nota en las actuaciones y se reservan en Secretaría ―generalmente quedan en poder de los prosecretarios administrativos―. Su agregación se hará cuando el secretario, vencido el plazo para alegar, ponga los autos a despacho para que el juez los llame a sentencia ―artículo 483 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación―.
·         Un buen alegato necesita de un detallado conocimiento de la causa. No obstante, el relato que se incorpore sobre lo actuado debe ser breve, invocando lo indispensable. No hace falta reiterar todo lo explicado en la demanda o contestación, alcanza con mencionar puntos salientes de los escritos constitutivos y eventualmente referirse a excepciones de fondo sustanciadas.
·         Perfectamente podemos remitirnos a presentaciones anteriores, preferentemente  con expresa indicación de fojas donde se hallan, para evitar transcripciones.
·         Debemos ser muy claros no sólo en la redacción, sino también en la estructuración del alegato. Ayuda en este sentido seguir un orden determinado, que además marca al juzgador límites a efectos de la aplicación de la regla técnica de congruencia, donde:
1º) Individualizamos los hechos afirmados por nuestra parte con relevancia jurídica para la decisión definitiva.
2º) Señalamos los que fueron reconocidos expresa o tácitamente por la contraria.
3º) En relación a los hechos controvertidos, se meritúan una por una las pruebas producidas en apoyo de nuestras afirmaciones. En el caso que existan contrapruebas que puedan favorecer a la adversaria, es factible analizarlas y cotejarlas con aquéllas, con el objetivo de demostrarle al juez el mayor sustento de nuestra postura. También hay que recordar que es viable introducir en esta pieza todo cuestionamiento relacionado con la eficacia  probatoria de los peritajes practicados.
4º) Se relacionan distintos elementos y pruebas del expediente y se pone énfasis en  aspectos que pueden pasar inadvertidos para el juzgador, sobre todo en actuaciones voluminosas o complejas.
5º) Se resumen y destacan las partes más importantes para nuestra tesis respecto a las confirmaciones obtenidas, pasando luego al encuadramiento de los hechos acreditados en la norma jurídica que estimamos aplicable con la finalidad de lograr que progresen nuestras pretensiones o defensas ya debatidas en el proceso.
·         Podemos recurrir a doctrina y a fallos —aún de reciente aparición— que avalen nuestra posición, citándolos correctamente y transcribiendo lo pertinente sin modificar su sustancia. Puede realizarse un mayor y/o mejor desarrollo doctrinario, legal o jurisprudencial sobre las cuestiones y pretensiones invocadas en los escritos constitutivos del proceso; resulta inadmisible que se intente utilizar al alegato como vehículo de introducción de nuevas o distintas pretensiones. En cambio, se acepta que la parte interesada denuncie la inconducta procesal de su contraria a los efectos del artículo 163, inc. 5° in fine del CPCCN.
·         Si bien muchas veces se pasa por alto este detalle, en los procesos donde existió la confesión ficta prevista por el artículo 417 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, el pliego de posiciones correspondiente debe abrirse con motivo del dictado de providencia de autos para alegar, para que las partes puedan valorar adecuadamente este medio probatorio conociendo el alcance de la confesión.
·         El alegato debe servir de guía al juez, facilitándole el estudio del expediente a fin que saque sus propias conclusiones. Con acierto opina De Gregorio Lavié que el letrado que no guarde mesura en sus apreciaciones, logrará un efecto contrario en el ánimo del sentenciante. En cambio —prosigue— lo ayudará en su ardua y difícil tarea de juzgar quien sea claro, preciso y objetivo en la merituación de sus propias pruebas y no trate peyorativamente a las contrarias[10]. Cabe destacar que la redacción de un buen alegato también ayuda al letrado en oportunidad de impugnar la sentencia, pues advertirá con mayor rapidez los puntos a atacar en el pronunciamiento.






[1] Alvarado Velloso, Adolfo: El Debido Proceso de la Garantía Constitucional, Zeus, Rosario, 2003, p. 234. 
[2] Antes de la reforma introducida al CPCCN por la ley 25.488 (B.O. 22/11/01), el derogado artículo 495 permitía alegar en el desaparecido procedimiento sumario, aunque con algunas diferencias al sistema hoy vigente: una vez que se declaraba clausurado el período probatorio, se notificaba esta resolución personalmente o por cédula y dentro de los seis días la parte podía alegar, habiendo sido este plazo común —corre a partir de la última notificación—. El artículo 498 expresamente señala la improcedencia de la presentación de alegatos en el juicio sumarísimo.
[3] Véase artículo 260 del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación.
[4] Artículo 262 del CPCCN: Las pruebas que deben producirse ante la cámara se regirán, en cuanto fuere compatible, por las disposiciones establecidas para la primera instancia.
Para alegar sobre su mérito, las partes no podrán retirar el expediente. El plazo para presentar el alegato será seis (6) días.
[5] Alsina, Hugo: Tratado Teórico Práctico de Derecho Procesal Civil y Comercial, Ediar, Buenos Aires, 1961, III, p. 707.
[6] Alvarado Velloso, Adolfo: Introducción al Estudio del Derecho Procesa, primera parte. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1992, pp. 27-28.
[7] Se ha explicado que, en el campo jurídico, la argumentación puede referirse a circunstancias fácticas y/o normativas y/o valorativas; los argumentos referidos al mérito de las pruebas producidas en juicio, configuran el aspecto sustancial de la pieza procesal denominada alegato ­—V. Condomi, Alfredo Mario: Apostillas procesales:pensamiento, razonamiento, argumentación y alegato. Revista Jurídica La Ley, Buenos Aires, t. 1997-E, p. 1480—.
[8] Colombo, Carlos y Kiper, Claudio: Código Procesal Civil y Comercial de la Nación anotado y comentado. La Ley, Buenos Aires, 2006, IV, pp. 475-476.
[9] De Gregorio Lavié, Julio: Código Procesal Civil y Comercial de la Nación comentado. Ediar, Buenos Aires, 1987, II, pp. 386-387.
[10] Ibídem, pp. 387-388.

LANZAMIENTO DE LA DIPLOMATURA EN DERECHO PROCESAL CIVIL, UNIVERSIDAD AUSTRAL

Ya está abierta la inscripción de la Diplomatura en Derecho Procesal Civil de la Universidad Austral de Buenos Aires, que además formará parte de la Maestría en Derecho (LLM). El curso de posgrado, que se dictará los días martes a partir del 24 de septiembre de 2013 hasta mayo de 2014, estará bajo mi dirección y la coordinación académica a cargo del Mg. Jorge Djivaris. Contaremos con profesores invitados de primer nivel, donde se destacan los Dres. Adolfo Alvarado Velloso (Argentina), Alejandro Abal Oliú (Uruguay) y Alejandro Romero Seguel (Chile) quienes, a su vez, integran el Consejo Académico de la Diplomatura. 
Lo interesante es que el programa, de 120 horas reloj, se podrá cursar presencialmente o en modalidad on line, en vivo y a través de un sistema que permite la participación del alumno a la distancia. Para más información: 



22 de junio de 2013

LAS REFORMAS PROCESALES CIVILES EN LATINOAMÉRICA Y LA LECCIÓN ARGENTINA

            En los últimos tiempos, los latinoamericanos asistimos a una creciente ola de cambios trascendentes en diversos aspectos de la vida cotidiana. Sólo una porción menor de ellos se produce respetando valores democráticos, es decir tras suficiente debate previo y participación de los sectores implicados; la imposición desde el poder se exhibe como método más corriente para modificar el curso de algunas cosas.
            Entre esas novedades que influyen en nuestro día a día, se ganan un lugar preeminente las relativas al sistema de justicia. Y, dentro de ellas, las que atañen al proceso civil, o dicho con más exactitud, proceso no penal: millones de personas, actúan en juicio directa o indirectamente ―v. gr., cuando integran personas jurídicas que son parte procesal―. De allí que toda reforma procesal civil requiere extrema atención y sumo cuidado por su implicancia social a futuro.
            Justamente, algunos países latinoamericanos ya han cristalizado procesos de reforma procesal civil aprobando nuevos códigos ―casos de El Salvador y Colombia― o modificando una batería de artículos ―Uruguay―, otros están discutiendo proyectos o anteproyectos ―Chile, Brasil y, últimamente, Bolivia― o han preferido quedarse por ahora con lo que hay antes que insistir con propuestas que auguran dudoso éxito ―Paraguay―.
            Para no perdernos en el enorme bosque donde incursionamos, dejaremos de lado aspectos extra-procesales tan importantes como la infraestructura, la capacitación de los operadores y la voluntad política como acompañamiento. Nos limitaremos a volcar algunas reflexiones sobre la orientación general de las reformas y la actual experiencia argentina, que nace a partir de seis recientes leyes que buscan “democratizar” la justicia.
            Y ya debemos comenzar con aclaraciones: esta idea del gobierno argentino de “democratizar” la justicia, no contempla ningún cambio integral del código procesal civil, más allá de algunos artículos que se modifican como coletazo de la ley de cautelares para juicios donde interviene el Estado, o de la que incorpora tribunales de Casación.
            Entonces, vale preguntarse ¿cómo puedo extraer una enseñanza de lo que nunca se hizo, para considerarla en lo que vengo haciendo? Ahí está la cuestión: antes de comenzar a elaborar un nuevo código procesal civil, hay que asomar la cabeza y mirar alrededor. No sirve quedarnos con la idea del derecho procesal como “mera técnica” que se esbozaba en los años treinta, pues de esa manera se niega toda la necesaria conexión que debe tener con los derechos humanos y la democracia. Hete aquí el punto de partida, algo redundante: si quiero hacer un sistema de justicia para la democracia, debo construirlo respetando acabadamente los valores democráticos y los derechos humanos. Esto demuestra que el derecho procesal no es “mera técnica”, pues ella se utiliza para edificar conforme los fines propuestos, los que también deben ser examinados por el derecho procesal. De lo contrario, el producto será incompatible con el contexto, y su fracaso tarde o temprano estará asegurado. Basta apreciar el estado terminal de la justicia latinoamericana, que mantuvo los modelos autoritarios impuestos por los códigos de procedimiento desde tiempo inmemorial, aún en democracia.
            Ya tenemos, pues, dos alternativas a la hora de pensar en construir el sistema de justicia: o lo hacemos a la medida de la autoridad que la imparte ―modelo autoritario― o para las personas que recurren a ella ―modelo democrático―. Cada uno de estos modelos o sistemas de enjuiciamiento, deberán alojar normas compatibles con estos fines tratados. En el primer caso, la orientación deberá ser inquisitiva; en el segundo, acusatoria-dispositiva.
            Sin embargo en Latinoamérica, y aquí haciendo alusión específica al proceso no penal, no se avanza en la construcción de un sistema de justicia para la persona humana ―pensado para los derechos―, sino que se insiste en experimentos centrados en la autoridad ―pensado en clave de poder―. Quizá esta concepción sea consecuencia de una nota típica observable en algunos de nuestros países, donde un reverdecer autoritario hace que los derechos sutilmente se conviertan en decisiones o prebendas conferidas por la voluntad de quien tiene poder. Es decir, el poder se impone a los derechos.
            Bajo esta perspectiva, adquiere importancia capital contar con un modelo de justicia donde el protagonista sea un juez dotado de gran poder. Esta matriz la hallamos en todos los códigos procesales civiles latinoamericanos que hunden sus raíces en el italiano de 1940/42. Y ya la panacea es que ese juez omnipotente sea dependiente del poder político.
Volvamos a las reformas procesales civiles actuales en Latinoamérica. No en vano, venimos haciendo mención a que la justicia se reforma y no que se transforma, pues la estructura de las nuevas propuestas es la misma que la del pasado: la base inquisitiva y autoritaria permanece intocada. Basta ir al “nuevo” CGP colombiano aprobado el 12 de julio de 2012, próximo a su total entrada en vigencia, para encontrar un juez inquisidor, que tiene la obligación de probar de oficio y hasta de velar por la “igualdad real” de las partes ―cuestión ésta que resulta exótica e impracticable en el proceso, pero que se la incluye como excusa perfecta para posibilitar el intervencionismo judicial―.
            Si relevamos el contenido de las diversas propuestas reformadoras dejando de lado lo sistémico ―con clara inclinación por el modelo inquisitivo, pese a que se lo enmascare―, encontraremos la inclusión de figuras de neto corte autoritario y que van en desmedro del derecho de defensa: anticipos pretensionales sin audiencia previa del afectado, distribución judicial de cargas probatorias, procedimientos monitorios para supuestos en que corresponde el juicio ejecutivo, principio de colaboración, etcétera. En definitiva, lo que se hace es aumentar la dosis de la misma medicina que no viene curando. Quizá, el código procesal civil y mercantil de El Salvador, por seguir más que el resto a la LEC española vigente se salva de alguna que otra crítica, aunque naufraga en la importante cuestión de la carga de la prueba.  
            Por suerte, en algunos de los países que están en vías de reforma, hay quienes han tomado conciencia que sólo se está vistiendo con ropa de seda a la misma mona. En el caso de Chile, los legisladores están escuchando la opinión ―artículo por artículo― de los redactores y de los detractores del proyecto de CPC. En Brasil, enamorados de las llamadas “cargas probatorias dinámicas” han tenido muy buena recepción nuestras terminantes ―y hasta entonces allí desconocidas― críticas, volcadas en un reciente congreso.
            Sentada la orientación publicística, estatista o autoritaria de las reformas en danza, recalemos ahora en la actualidad argentina.
            Tras el anuncio de lo que eufemísticamente se ha llamado “democratización de la justicia” en discurso presidencial del 1° de marzo de 2013, se ha puesto en marcha un paquete de leyes tendiente a tal fin, aprovechando conyuntural mayoría legislativa. El móvil real de este proceso de reforma, sin dudas, es el deseo de expandir el poder administrador. Nuevamente, el poder antes que los derechos.
            Bajo este premisa ―amén de otras cuestiones que pueden ser aceptables, pero secundarias― no se duda en diseñar una justicia para el poder de turno basada en tres pilares: jueces dependientes, prolongación de los procesos e irrazonable limitación de las herramientas idóneas para detener la arbitrariedad estatal. A través de normas que modifican el Consejo de la Magistratura, instauran las cámaras de casación y regulan las medidas cautelares en los juicios donde interviene el Estado, se buscan lograr los objetivos. La paradoja de esta “democratización de la justicia” es que sus tres pilares violan Derechos Humanos: el derecho humano a ser juzgado por un tercero imparcial e independiente, el derecho humano a que los procesos duren un plazo razonable y el derecho humano a la tutela judicial efectiva, respectivamente. Evidente responsabilidad del Estado argentino, por violación del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, de cara al futuro.
            Así como se señalara que el móvil real de la reforma judicial argentina es la expansión de poder de la administración, este impulso constituye una reacción ―desmedida, pero previsible― a abusos de poder de muchos jueces que, apoyándose en ideas activistas, se han extralimitado en sus funciones. Sin desconocer la cada día más confusa separación entre derecho y política, se han dictado numerosas sentencias de innecesario o indebido corte político. En muchas ocasiones, se ha preferido hacer política con el caso concreto, que aplicarle el derecho. Y las armas predilectas para imponer el decisionismo judicial han sido las medidas cautelares o las autosatisfactivas. Con este modus operandi, quedaba postergado el proceso como garantía ―que es un límite al poder― y se desdibujaba el derecho de defensa en juicio. Por otro sendero, llegamos a ese lugar común donde el poder está por encima de los derechos.
            Por consiguiente no debe extrañarnos que, afortunadamente, la puesta en práctica de la aludida “democratización  de la justicia” encuentre escollos en sentencias judiciales que tratan de poner las cosas en su lugar ―comenzando por el fallo Rizzo, Corte Suprema de Justicia de la Nación, 18/6/2013―. Aunque, en el fondo, el verdadero debate queda postergado y desteñido por una disputa de poder entre las funciones ejecutiva y judicial. Si bien resulta imprescindible no ya reformar, sino transformar el sistema de justicia, la persona que recurre a la justicia, esos millones que recurren a la justicia, son convidados de piedra.
            Llegamos así a la lección argentina para el resto de Latinoamérica: un CPC que sigue un esquema de concentración de poder en manos de los jueces, a costa de los derechos de las partes, es una reliquia a la hora de instrumentar la expansión del poder político. Y un ideal si se aspira a la suma del poder público, pues una vez dominado el poder legislativo, alcanza con derribar la independencia judicial. En otras palabras, los códigos procesales civiles de Latinoamérica lucen en todo su esplendor una desagradable versatilidad que puede ser usada como autopista para un veloz traslado desde el autoritarismo al totalitarismo. Lo inconcebible es que, pese al peligro que representan para la democracia misma, sean aceptados inadvertidamente en su seno. Demostración de lo expuesto se encuentra en el caso argentino, donde ni por asomo se ha pretendido  cambiar el CPCCN vigente que ―vaya paradoja― fue sancionado en 1968 por el gobierno militar del Gral. Onganía y siquiera objetado en ninguno de los gobiernos democráticos sucesivos, sino apenas ajustado.  
            Estamos convencidos que ya es tiempo de que la madurez llegue al proceso civil latinoamericano. En las últimas dos décadas, se ha tomado conciencia de la importancia de sintonizar el proceso penal con los derechos humanos, a través de una verdadera transformación sistémica: abandonar el viejo procedimiento inquisitivo, y darle la bienvenida al modelo acusatorio. No puede dejar de llamar la atención que, en materia no penal, se transite en sentido diametralmente opuesto. Las últimas reformas aprobadas y las que están en ciernes, no hacen más que confirmarlo.

            Dios quiera que, pronto, tomemos conciencia de que los derechos humanos y la democracia también importan para el proceso civil. El debate por un sistema de justicia que los tenga como presupuestos, es impostergable. No esperemos a que el poder se imponga a los derechos

19 de mayo de 2013

LA IMPARCIALIDAD, UNA DE LAS NOTAS DISTINTIVAS ENTRE PROCESO Y PROCEDIMIENTO


             En la ambivalencia del lenguaje procesal se encuentra una reiterada desorientación conceptual al emplear como sinónimos proceso y procedimiento. Este tema ha sido tratado en una entrada anterior, a la cual nos remitimos y que puede verse aquí. Su importancia es mayúscula: de la confusión conceptual derivan teorías que conducen hasta la supresión del proceso como garantía, y solo dejan procedimiento. Basta recordar las perimidas (pero inadvertidamente reflotadas) ideas de Baumbach, tan criticadas en 1938 por Calamandrei.
             Mientras que todo proceso contiene necesariamente un procedimiento que lo hace avanzar de una etapa lógica a otra, no todo procedimiento resulta ser un proceso, ya que éste únicamente aparece en la acción procesal y no en las restantes instancias. Procedimiento, pues, es una sucesión de conexiones de actos jurídicos de distintos sujetos[1].
             El problema que surge en el análisis de los principios del procedimiento proviene de la circunstancia de que hay un paralelismo con el proceso, el cual ha sido estudiado con mayor profundidad y severidad científica desde el siglo XIX, de manera que para distinguir los fenómenos atinentes al procedimiento es menester recordar las características de su naturaleza: se trata de conexiones de conductas ―de diferentes sujetos― de manera tal que son fenómenos sensiblemente perceptibles a diferencia de los que se refieren al proceso, los cuales son inteligibles[2].
             El proceso vela por el respeto de las garantías de las partes en un plano de estricta igualdad jurídica. Igualdad que se consolida necesariamente a través de la imparcialidad del juzgador. Entonces, el derecho de defensa en juicio se sostiene sobre un trípode conformado por los derechos humanos, la igualdad de las partes y la imparcialidad del juzgador.
             Podríamos señalar a la imparcialidad como uno de los distintivos entre proceso y procedimiento. Tanto, que se ha explicado que el sentido teorético del derecho procesal se constituye con otra nota que le diferencia de aquellas disciplinas que conocen de procedimientos conflictivos no procesales: la imparcialidad del juzgador[3].
             Mucho espacio se ha dedicado en variados trabajos al concepto de imparcialidad. Por nuestro lado nos inclinamos por una acepción amplia del término que ―en realidad― abarca también a la independencia y la impartialidad[4] del juez o árbitro que resuelve el caso. Puede percibirse fácilmente su cercana vinculación con el respeto a la igualdad de las partes.
Werner Goldschmidt

             Explicado sencillamente, la imparcialidad en sentido restringido significa que el decisor no tiene ningún interés en el objeto del proceso ni en el resultado de la sentencia. A su turno, la independencia se orienta hacia la inexistencia de cualquier tipo de poder que condicione a la autoridad y su pronunciamiento. Finalmente, el neologismo impartialidad debe entenderse como la imposibilidad del decisor de realizar o reemplazar la actividad que durante el proceso deben llevar a cabo ―propiamente― las partes.
             Con estos apuntes preliminares estamos en condiciones de profundizar algo más sobre la idea de imparcialidad en sentido amplio.
             Si nos atenemos a los pactos internacionales de derechos humanos, es clara la exigencia de juzgamiento por un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley (artículo 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, artículo 14 numeral 1º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, artículo 8 numeral 1º de la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, conocida como Pacto de San José de Costa Rica)[5].
             El artículo 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos ―adoptada y proclamada por la Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas 217 A (iii) del 10 de diciembre de 1948― sirve de sustento para fundamentar que las garantías procesales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos alcanzan a todos los procesos, con prescindencia de la materia en debate, al establecer que “toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”. No dudamos de la contribución que en este sentido puede efectuar una teoría general del proceso respetuosa de los derechos fundamentales y la democracia.
             Juntamente con la independencia de los poderes institucionales y no institucionales debe buscarse la imparcialidad intrajuicio, lo que significa ―desde lo objetivo― que el órgano que va a juzgar no se encuentre comprometido por sus tareas y funciones ni con las partes ―impartialidad― ni con los intereses de las partes ―imparcialidad―. De esta forma se va a lograr entonces el famoso triángulo de virtudes del órgano jurisdiccional que son impartialidad, imparcialidad e independencia[6].
             La autoridad impartial es aquella que no se involucra en el debate rompiendo el equilibrio y sustituyendo o ayudando a los contendientes en sus actividades específicas, como pretender, ofrecer prueba y producirla. Este elemento, por consiguiente, se relaciona con la actividad de procesar y el respeto a los roles de los litigantes y a las reglas preestablecidas de debate.
             La independencia, en cambio, marca el respeto por la libertad de decisión, sólo limitada en cuanto a la obediencia al derecho, sin que se acepten presiones, prejuicios, órdenes o sometimiento a otros poderes institucionales o no institucionales ―como grupos económicos o medios masivos de comunicación― sean o no sujetos del proceso. Un correcto sistema de designación y remoción de los jueces y ciertas garantías de intangibilidad de remuneraciones, permanencia e inamovilidad en sus funciones ayudan en este aspecto.
             Pero además hace a la independencia de los jueces la autarquía y el manejo de su presupuesto por el propio Poder Judicial, sin interferencia de otros poderes o funcionarios extraños. En el supuesto particular de los árbitros, a estos fines sus honorarios y gastos deben ser depositados o garantizados por las partes ab initio del proceso, para evitar que la mayor o menor solvencia de alguna de ellas influya en el resultado del laudo con el objetivo de asegurarse el cobro de sus estipendios.
             Josep Aguiló ha advertido sobre dos deformaciones comunes de la idea de independencia que son el resultado de ignorar que la posición del juzgador en el Estado de derecho viene dada tanto por sus poderes como por sus deberes. La primera, que tiende a asimilar la independencia a la autonomía, olvida la posición de poder institucional que el juez ocupa; la segunda, que tiende a asimilar la independencia a la soberanía, define la posición del juez dentro del orden jurídico a partir exclusivamente de sus poderes, ignorando sus deberes. Así, el deber de independencia de los jueces tiene su correlato en el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el derecho, no desde relaciones de poder, juegos de intereses o sistemas de valores extraños al derecho. El principio de independencia protege no sólo la aplicación del derecho, sino que además exige al juez que falle por las razones que el derecho le suministra[7].
             Acota el autor en mención que si la independencia trata de controlar los móviles del juez frente a influencias extrañas al derecho provenientes del sistema social, la imparcialidad trata de controlar los móviles del juez frente a influencias extrañas al derecho, pero provenientes del proceso ―por lo que está ligada a dos figuras procesales, como la abstención o excusación y la recusación―. De este modo ―agrega―, la imparcialidad podría definirse como la independencia frente a las partes y el objeto del proceso. De nuevo, el juez imparcial será el juez obediente al derecho[8].
             Concluye Aguiló que los deberes de independencia e imparcialidad constituyen dos características básicas y definitorias de la posición institucional del decisor en el marco del Estado de derecho, conformando la peculiar manera de obediencia al derecho que éste les exige. Independiente e imparcial ―remata― es el juez que aplica el derecho y que lo hace por las razones que el derecho le suministra[9].
             El necesario respeto por los fundamentos democráticos pro homine requiere que se establezca un sistema de enjuiciamiento donde a la imprescindible imparcialidad del juzgador se le añada, como elemento que la retroalimenta, su obediencia al orden jurídico. De lo contrario, algunas sentencias repercutirán negativamente en el macrosistema desde que sembrarán imprevisibilidad y serán consecuencia del quebrantamiento de un principio básico de toda sociedad: el deber de observancia de las normas que dicta para su propia convivencia.
             Como cuestión adicional, es necesario apuntalar todo el esquema construido con algún tipo de preparación y concientización de los decisores jurisdiccionales capacitándolos adecuadamente en lo que podríamos llamar el arte de la imparcialidad, de manera tal que observen esta cualidad en los procesos donde actúan o se aparten sin temor ―bajo las condiciones legales permitidas― en aquéllos donde la estiman comprometida.
             En resumidas cuentas, la imparcialidad en sentido amplio requiere que la autoridad carezca de interés en el proceso, que no se someta a ningún otro poder ―institucional o no institucional―, que se abstenga de efectuar o suplantar la actividad procesal propia de las partes y que obedezca el orden jurídico.
             Concluimos afirmando que si el decisor jurisdiccional no actúa con imparcialidad ―que funcionalmente es una garantía necesariamente asegurada desde el sistema procesal mismo― su sentencia no será fruto de un proceso respetuoso de los derechos humanos, sino de un mero procedimiento.



[1] Briseño Sierra, Humberto: Derecho procesal.  Cárdenas, México D.F., 1969, vol. III, p. 121.
[2] Briseño Sierra, Humberto: “Esbozo del procedimiento jurídico”. VV.AA.: Teoría unitaria del proceso. Juris, Rosario, 2001, p. 513.
[3] Briseño Sierra, Humberto: “Los ‘principios’ del procedimiento mexicano”. Revista Procesal de México, año 2, N° 1. Cárdenas, México D.F., 1973, p. 32.
[4] Ya Werner Goldschmidt, en ocasión de su discurso de recepción como miembro del Instituto Español de Derecho procesal, empleó el neologismo partialidad, diferenciando conceptualmente el ser parte ―la partialidad― con el ser parcial ―la parcialidad―. V. Goldschmidt, Werner: “La imparcialidad como principio básico del proceso (La partialidad y la parcialidad)”, en su libro Conducta y norma, Valerio Abeledo, Buenos Aires, 1955, pp. 133-154. Carlos Cossio se refiere brevemente también a esta idea en su artículo “El conocimiento de protagonista”, Revista Jurídica Argentina La Ley, La Ley, Buenos Aires, 1953, t. 69, p. 734.
[5] Garderes, Santiago y Valentín, Gabriel: Bases para la reforma del proceso penal. Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2007, p. 190.
[6] Superti, Héctor: “La garantía constitucional del juez imparcial en materia penal”. VV.AA.: El debido proceso. Colección Derecho Procesal Contemporáneo. Dir.: Adolfo Alvarado Velloso y Oscar Zorzoli. Ediar, Buenos Aires, 2006, pp. 334-335.
[7] Aguiló, Josep: “Independencia e imparcialidad de los jueces y argumentación jurídica”. Isonomía, Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, N° 6, abril de 1997, ITAM, México D.F., pp. 75-77. (Conferencia pronunciada en el Seminario de argumentación jurídica que tuvo lugar en México D.F. entre los días 23 y 28 de septiembre de 1996, organizado por el Consejo de la Judicatura Federal y el Departamento de Derecho del Instituto Tecnológico Autónomo de México ―ITAM―).
[8] Ibídem, p. 77.
[9] Ibídem, p. 78.

27 de marzo de 2013

¿QUÉ ES EL DECISIONISMO?


         Ya nos hemos referido en este blog a la disputa entre activismo judicial y garantismo procesal, cuestión que sin dudas crea revuelo en el procesalismo de hoy. El activismo judicial ―a primer golpe de vista― puede parecer atractivo si atendemos sólo a la meta ―es decir, si asumimos una postura exclusivamente finalista― pues sus resultados se obtienen merced a un intervencionismo judicial en el método. Por consiguiente, acepta que se sacrifique la igualdad procesal y el derecho de defensa en juicio porque dicho intervencionismo de la autoridad implica modificar las reglas de debate, desplazando a una de las partes para que actúe en su lugar el juez, que ya deja de ser imparcial al perder su impartialidad[1]. Así, queda desnaturalizado el proceso, transformándose en puro procedimiento.

      Cuando la esencia del proceso como garantía se diluye hasta desaparecer, las partes extravían su lugar, su debate y las reglas preestablecidas, languideciendo o extinguiéndose toda posibilidad de control sobre la autoridad, que ahora encuentra el camino allanado hacia la omnipotencia, tan reclamada por algún neoconstitucionalista. Comprendemos la razón de por qué la garantía del proceso es insoslayable en todo diseño jurídico y político que se enfoque en el hombre y sus derechos humanos.
      Una vez confiscada a la persona la garantía del proceso, están dadas las condiciones para algunos excesos. Aquí nos interesa dedicarnos al decisionismo judicial.
      Los problemas para determinar con mayor precisión el ámbito de actuación de los jueces dentro del sistema fue consolidando una tendencia focalizada en la disputa del poder político con los otros poderes del Estado, que a veces se manifiesta en pronunciamientos jurisdiccionales fundados más en la voluntad del decisor que en el derecho.
      Atrás quedaron los tiempos donde se aceptaba la expresión non liquet que emitía el juzgador cuando no asomaba la claridad necesaria para resolver la cuestión[2]. Ulteriormente, razones más bien ligadas a la paz social y a la seguridad jurídica impusieron desde el ordenamiento legal ―incluso haciendo gala de ciertas ficciones― la obligación del sentenciante de pronunciarse en todos los casos. La pretensión se acoge o se rechaza, en ambos supuestos, total o parcialmente.
      Recordemos que la sentencia se debe dictar una vez transitado y agotado un proceso, pues es su objetivo. Esta resolución heterocompositiva reviste una particularidad: llegado el caso, puede ser impuesta a la parte perdidosa que intervino en aquél. O sea, no se trata de una simple decisión ―o mera selección entre alternativas― sino de una que debe cumplirse aun sustituyendo una voluntad con el uso de la fuerza legítima. Por consiguiente, este tipo de decisiones resolutivas no puede ser escindida de la idea de poder.
      Sin embargo, algunos magistrados evidencian una tendencia a dejar de lado el ejercicio adecuado de su poder, salteando límites y controles, inclinándose a no respetar el derecho. Por ello aparecen numerosos casos de jueces que en vez de decidir, practican el decisionismo.
      El decisionismo judicial incurre en el despropósito de pensar que juzgar es únicamente una cuestión de voluntad y no de razón. El decisionista niega los aspectos cognoscitivos, niega lo preexistente, lo predecible a que debe someterse. No considera como operación racional la consistente en decidir de acuerdo con el derecho y en justificar o motivar sus resoluciones, las que solo incluyen argumentos aparentes o pseudo-fundamentos.
      Al referirse al decisionismo judicial y al juez como normador, el profesor Alvarado Velloso[3] indica que en los últimos años, al socaire de una afirmada defensa de la Constitución, algunos jueces con vocación de protagonismo mediático han comenzado a intervenir en toda suerte de asuntos, propios de la competencia constitucional exclusiva de otros poderes del Estado, interfiriendo con ello en la tarea de gobernar. Y, de tal forma, han abandonado el juicioso acatamiento de la ley para entrar al campo del cogobierno y, aún más, ingresando a un terreno muy peligroso: el de una suerte de increíble desgobierno, ya imposible de controlar.
      De este modo ―sigue su explicación― y porque quienes así actúan sostienen que lo hacen por elemental solidaridad con el más débil, con el mal defendido, con el más pobre, con el que tiene la razón pero no alcanza a demostrarla, etcétera, se generó el movimiento que se conoce doctrinalmente con la denominación de solidarismo y que, porque se practica aun a pesar de la ley, decidiendo lo que algún juez quiere a su exclusiva voluntad, también se llama decisionismo.
      Añade que quien así actúa no cumple una tarea propiamente judicial, en razón de que con ello no se resuelven conflictos intersubjetivos de intereses, que es la esencia de la tarea de otorgar justicia conmutativa. Antes bien, practica justicia distributiva sin tener los elementos para poder hacerlo: en primer lugar, la legitimidad de la elección por los votos del pueblo; luego presupuesto adecuado, conocimiento de la realidad general y del impacto que causará en la sociedad el dar a unos lo que las circunstancias de la vida niegan a otros. Finalmente, deja en claro el voluntarismo del que se vale el decisionismo, pues destaca que la denominación decisionista encuentra su origen en el deseo de resolver algo a todo trance que muestra el juez y que está basado en su propia voluntad aunque, a veces, el resultado así obtenido repugne al orden jurídico[4].
      Esta inclinación decisionista que actualmente crece en varios países, conduce en muchos casos a que los jueces en vez de ejercer el poder, lo ostenten primero y lo detenten después. Y por consiguiente, casi sin advertirlo, dejan de juzgar para pasar a sojuzgar. De esta manera, consideramos de vital trascendencia remarcar la necesidad de respetar el método para arribar a la meta. Que las decisiones judiciales sean el objetivo de un proceso y el fruto del derecho.




[1] De allí que el activismo se vea obligado a considerar sólo un concepto limitado de la imparcialidad.
[2] El juez no puede dejar de fallar por insuficiencia u oscuridad de la ley y su decisión debe ser expresa en aquellos procedimientos que no admiten la absolución de instancia. Antiguamente, además de la absolución de la demanda, se conocía la absolución de la instancia, no de la reclamación que se hacía al demandado o de la cosa que se le pedía, sino tan sólo del juicio o procedimiento seguido. Esto se verificaba cuando no aparecían méritos bastantes de las pruebas practicadas para condenarle ni absolverle libremente y no obstante arrojaban los autos lo necesario para persuadirse el juez de la justicia o de la injusticia de las reclamaciones o defensas, aunque no por un pleno convencimiento. En estos casos podía el demandante entablar un nuevo pleito, si había encontrado nuevas pruebas en que fundar su acción ―rectius, pretensión― (Alsina, Hugo: Tratado teórico práctico de derecho procesal civil y comercial, 2ª  ed., Ediar, Buenos Aires, 1963, t. IV, pp. 88-89).
[3] Alvarado Velloso, Adolfo: El debido proceso de la garantía constitucional, Zeus, Rosario, 2003,  pp. 220-221.
[4] Ibídem, p. 220, nota 39.