En
los últimos tiempos, los latinoamericanos asistimos a una creciente ola de
cambios trascendentes en diversos aspectos de la vida cotidiana. Sólo una
porción menor de ellos se produce respetando valores democráticos, es decir
tras suficiente debate previo y participación de los sectores implicados; la
imposición desde el poder se exhibe como método más corriente para modificar el
curso de algunas cosas.
Entre
esas novedades que influyen en nuestro día a día, se ganan un lugar preeminente
las relativas al sistema de justicia. Y, dentro de ellas, las que atañen al
proceso civil, o dicho con más exactitud, proceso no penal: millones de
personas, actúan en juicio directa o indirectamente ―v. gr., cuando integran
personas jurídicas que son parte procesal―. De allí que toda reforma procesal
civil requiere extrema atención y sumo cuidado por su implicancia social a
futuro.
Justamente,
algunos países latinoamericanos ya han cristalizado procesos de reforma
procesal civil aprobando nuevos códigos ―casos de El Salvador y Colombia― o
modificando una batería de artículos ―Uruguay―, otros están discutiendo
proyectos o anteproyectos ―Chile, Brasil y, últimamente, Bolivia― o han
preferido quedarse por ahora con lo que hay antes que insistir con propuestas
que auguran dudoso éxito ―Paraguay―.
Para
no perdernos en el enorme bosque donde incursionamos, dejaremos de lado
aspectos extra-procesales tan importantes como la infraestructura, la
capacitación de los operadores y la voluntad política como acompañamiento. Nos
limitaremos a volcar algunas reflexiones sobre la orientación general de las
reformas y la actual experiencia argentina, que nace a partir de seis recientes
leyes que buscan “democratizar” la justicia.
Y
ya debemos comenzar con aclaraciones: esta idea del gobierno argentino de
“democratizar” la justicia, no contempla ningún cambio integral del código
procesal civil, más allá de algunos artículos que se modifican como coletazo de
la ley de cautelares para juicios donde interviene el Estado, o de la que
incorpora tribunales de Casación.
Entonces,
vale preguntarse ¿cómo puedo extraer una enseñanza de lo que nunca se hizo,
para considerarla en lo que vengo haciendo? Ahí está la cuestión: antes de comenzar
a elaborar un nuevo código procesal civil, hay que asomar la cabeza y mirar
alrededor. No sirve quedarnos con la idea del derecho procesal como “mera
técnica” que se esbozaba en los años treinta, pues de esa manera se niega toda
la necesaria conexión que debe tener con los derechos humanos y la democracia.
Hete aquí el punto de partida, algo redundante: si quiero hacer un sistema de
justicia para la democracia, debo construirlo respetando acabadamente los
valores democráticos y los derechos humanos. Esto demuestra que el derecho
procesal no es “mera técnica”, pues ella se utiliza para edificar conforme los
fines propuestos, los que también deben ser examinados por el derecho procesal.
De lo contrario, el producto será incompatible con el contexto, y su fracaso
tarde o temprano estará asegurado. Basta apreciar el estado terminal de la
justicia latinoamericana, que mantuvo los modelos autoritarios impuestos por
los códigos de procedimiento desde tiempo inmemorial, aún en democracia.
Ya
tenemos, pues, dos alternativas a la hora de pensar en construir el sistema de
justicia: o lo hacemos a la medida de la autoridad que la imparte ―modelo
autoritario― o para las personas que recurren a ella ―modelo democrático―. Cada
uno de estos modelos o sistemas de enjuiciamiento, deberán alojar normas
compatibles con estos fines tratados. En el primer caso, la orientación deberá
ser inquisitiva; en el segundo, acusatoria-dispositiva.
Sin
embargo en Latinoamérica, y aquí haciendo alusión específica al proceso no
penal, no se avanza en la construcción de un sistema de justicia para la
persona humana ―pensado para los derechos―,
sino que se insiste en experimentos centrados en la autoridad ―pensado en clave
de poder―. Quizá esta concepción sea
consecuencia de una nota típica observable en algunos de nuestros países, donde
un reverdecer autoritario hace que los derechos sutilmente se conviertan en
decisiones o prebendas conferidas por la voluntad de quien tiene poder. Es
decir, el poder se impone a los derechos.
Bajo
esta perspectiva, adquiere importancia capital contar con un modelo de justicia
donde el protagonista sea un juez dotado de gran poder. Esta matriz la hallamos
en todos los códigos procesales civiles latinoamericanos que hunden sus raíces
en el italiano de 1940/42. Y ya la panacea es que ese juez omnipotente sea
dependiente del poder político.
Volvamos a las reformas procesales
civiles actuales en Latinoamérica. No en vano, venimos haciendo mención a que la
justicia se reforma y no que se transforma, pues la estructura de las
nuevas propuestas es la misma que la del pasado: la base inquisitiva y
autoritaria permanece intocada. Basta ir al “nuevo” CGP colombiano aprobado el
12 de julio de 2012, próximo a su total entrada en vigencia, para encontrar un
juez inquisidor, que tiene la obligación de probar de oficio y hasta de velar
por la “igualdad real” de las partes ―cuestión ésta que resulta exótica e
impracticable en el proceso, pero que se la incluye como excusa perfecta para
posibilitar el intervencionismo judicial―.
Si
relevamos el contenido de las diversas propuestas reformadoras dejando de lado
lo sistémico ―con clara inclinación por el modelo inquisitivo, pese a que se lo
enmascare―, encontraremos la inclusión de figuras de neto corte autoritario y
que van en desmedro del derecho de defensa: anticipos pretensionales sin
audiencia previa del afectado, distribución judicial de cargas probatorias,
procedimientos monitorios para supuestos en que corresponde el juicio
ejecutivo, principio de colaboración, etcétera. En definitiva, lo que se hace
es aumentar la dosis de la misma medicina que no viene curando. Quizá, el
código procesal civil y mercantil de El Salvador, por seguir más que el resto a
la LEC española vigente se salva de alguna que otra crítica, aunque naufraga en
la importante cuestión de la carga de la prueba.
Por
suerte, en algunos de los países que están en vías de reforma, hay quienes han
tomado conciencia que sólo se está vistiendo con ropa de seda a la misma mona.
En el caso de Chile, los legisladores están escuchando la opinión ―artículo por
artículo― de los redactores y de los detractores del proyecto de CPC. En
Brasil, enamorados de las llamadas “cargas probatorias dinámicas” han tenido
muy buena recepción nuestras terminantes ―y hasta entonces allí desconocidas―
críticas, volcadas en un reciente congreso.
Sentada
la orientación publicística, estatista o autoritaria de las reformas en danza, recalemos
ahora en la actualidad argentina.
Tras
el anuncio de lo que eufemísticamente se ha llamado “democratización de la
justicia” en discurso presidencial del 1° de marzo de 2013, se ha puesto en
marcha un paquete de leyes tendiente a tal fin, aprovechando conyuntural
mayoría legislativa. El móvil real de este proceso de reforma, sin dudas, es el
deseo de expandir el poder administrador. Nuevamente, el poder antes que los derechos.
Bajo
este premisa ―amén de otras cuestiones que pueden ser aceptables, pero secundarias―
no se duda en diseñar una justicia para el poder de turno basada en tres
pilares: jueces dependientes, prolongación de los procesos e irrazonable
limitación de las herramientas idóneas para detener la arbitrariedad estatal. A
través de normas que modifican el Consejo de la Magistratura, instauran las
cámaras de casación y regulan las medidas cautelares en los juicios donde
interviene el Estado, se buscan lograr los objetivos. La paradoja de esta
“democratización de la justicia” es que sus tres pilares violan Derechos
Humanos: el derecho humano a ser juzgado por un tercero imparcial e
independiente, el derecho humano a que los procesos duren un plazo razonable y
el derecho humano a la tutela judicial efectiva, respectivamente. Evidente
responsabilidad del Estado argentino, por violación del Derecho Internacional
de los Derechos Humanos, de cara al futuro.
Así
como se señalara que el móvil real de la reforma judicial argentina es la
expansión de poder de la administración, este impulso constituye una reacción ―desmedida,
pero previsible― a abusos de poder de muchos jueces que, apoyándose en ideas activistas,
se han extralimitado en sus funciones. Sin desconocer la cada día más confusa
separación entre derecho y política, se han dictado numerosas sentencias de innecesario
o indebido corte político. En muchas ocasiones, se ha preferido hacer política
con el caso concreto, que aplicarle el derecho. Y las armas predilectas para
imponer el decisionismo judicial han
sido las medidas cautelares o las autosatisfactivas. Con este modus operandi, quedaba postergado el
proceso como garantía ―que es un límite al poder― y se desdibujaba el derecho
de defensa en juicio. Por otro sendero, llegamos a ese lugar común donde el
poder está por encima de los derechos.
Por
consiguiente no debe extrañarnos que, afortunadamente, la puesta en práctica de
la aludida “democratización de la
justicia” encuentre escollos en sentencias judiciales que tratan de poner las
cosas en su lugar ―comenzando por el fallo Rizzo,
Corte Suprema de Justicia de la Nación, 18/6/2013―. Aunque, en el fondo, el
verdadero debate queda postergado y desteñido por una disputa de poder entre
las funciones ejecutiva y judicial. Si bien resulta imprescindible no ya
reformar, sino transformar el sistema de justicia, la persona que recurre a la
justicia, esos millones que recurren a la justicia, son convidados de piedra.
Llegamos
así a la lección argentina para el resto de Latinoamérica: un CPC que sigue un
esquema de concentración de poder en manos de los jueces, a costa de los
derechos de las partes, es una reliquia a la hora de instrumentar la expansión
del poder político. Y un ideal si se aspira a la suma del poder público, pues
una vez dominado el poder legislativo, alcanza con derribar la independencia
judicial. En otras palabras, los códigos procesales civiles de Latinoamérica
lucen en todo su esplendor una desagradable versatilidad que puede ser usada
como autopista para un veloz traslado desde el autoritarismo al totalitarismo.
Lo inconcebible es que, pese al peligro que representan para la democracia
misma, sean aceptados inadvertidamente en su seno. Demostración de lo expuesto
se encuentra en el caso argentino, donde ni por asomo se ha pretendido cambiar el CPCCN vigente que ―vaya paradoja―
fue sancionado en 1968 por el gobierno militar del Gral. Onganía y siquiera
objetado en ninguno de los gobiernos democráticos sucesivos, sino apenas
ajustado.
Estamos
convencidos que ya es tiempo de que la madurez llegue al proceso civil
latinoamericano. En las últimas dos décadas, se ha tomado conciencia de la
importancia de sintonizar el proceso penal con los derechos humanos, a través
de una verdadera transformación sistémica: abandonar el viejo procedimiento
inquisitivo, y darle la bienvenida al modelo acusatorio. No puede dejar de
llamar la atención que, en materia no penal, se transite en sentido
diametralmente opuesto. Las últimas reformas aprobadas y las que están en
ciernes, no hacen más que confirmarlo.
Dios
quiera que, pronto, tomemos conciencia de que los derechos humanos y la
democracia también importan para el proceso civil. El debate por un sistema de
justicia que los tenga como presupuestos, es impostergable. No esperemos a que
el poder se imponga a los derechos.