Salvo muy
contadas excepciones, la doctrina procesal —a lo largo de su no muy dilatada
historia— no ha puesto suficiente empeño en estudiar acabada y profundamente los
sistemas de enjuiciamiento; mucho menos en examinar sus vínculos con los sistemas
socio-políticos y en avanzar en la búsqueda del trasfondo ideológico. De veras, durante mucho tiempo, se han obviado deliberadamente estos temas como
si fueran tabúes.
Una revisión
de todo lo atinente al sistema o modelo de enjuiciamiento, también conocido
como sistema procesal, nos lleva a concluir que —en realidad— no se trata de
términos equipolentes, sino de dos vocablos entre los cuales media una relación
de género a especie. Dentro del género sistema
de enjuiciamiento, puede presentarse tanto un sistema procesal como un
modelo o sistema procedimental.
El sistema
procesal en sí, más allá que bien puede y debe ser analizado por el derecho
procesal ―desde que el concepto de proceso es su piedra angular― se proyecta
sobre varios aspectos del conocimiento, y no sólo el jurídico. El
procesalismo lejos está de agotar el análisis de los sistemas de
enjuiciamiento; además poco se ha avanzado en su sintonía con los derechos humanos
y la democracia. El panorama apuntado hizo que se le haya dado escasa relevancia a la distinción entre
sistemas de enjuiciamiento, principios procesales y reglas procedimentales. En
consecuencia, la mayoría de los autores tildan a los primeros de principios,
con lo que disminuyen notablemente su jerarquía y, por ende, la atención
dispensada al estudiarlos. De allí que ―aunque parezca contradictorio con lo
que venimos sosteniendo― abunde la bibliografía sobre dispositivismo e
inquisitivismo, pero sólo una mínima porción le reconoce el estatus más elevado
que implica ser el punto de partida de toda la estructuración jurisdiccional.
Por eso, sin dudas, preferimos hacer mención de ellos como sistemas o modelos,
distintos de los principios y las reglas, siguiendo las enseñanzas del Maestro Adolfo Alvarado Velloso.
Ya el
célebre procesalista argentino Hugo Alsina
en la primera edición de su Tratado
teórico práctico de derecho procesal civil y comercial (Compañía Argentina
de Editores, Buenos Aires, 1941, t. I, p. 77) se refería a los sistemas procesales y señalaba la
existencia de dos fundamentales: el acusatorio y el inquisitivo, que para este
autor representaban dos etapas en la evolución del procedimiento. En la segunda
edición de la misma obra ―Ediar, Buenos Aires, 1963, t. I, p.101―[1]
ampliaba su estudio sobre el tema aclarando que estos dos tipos fundamentales
de procedimiento responden a dos concepciones distintas del proceso según la
posición que en el mismo se asigne al juez y a las partes.
Una vez
reconocido el trabajo precursor de Alsina
sobre sistemas procesales, tanto la escasez de definiciones practicadas al
respecto como la errónea adjetivación de procesales
a sistemas que en realidad son procedimentales,
nos persuade a volcar una aclaración y a bocetar un concepto. En realidad —y
tal lo adelantáramos— dentro de los sistemas
de enjuiciamiento tendremos un tipo de modelo que hospeda un proceso ―donde
bien podremos aludir a sistemas
procesales― y otro donde sólo se contienen procedimientos ―que
denominaremos sistemas procedimentales―.
Por
consiguiente, el sistema de enjuiciamiento es el método que debe transitarse
previo al dictado ―por parte de determinada autoridad― de una sentencia
susceptible de adquirir calidad de res
judicata. En otras palabras, ofrece las pautas o condiciones que deben
respetarse antes de que alguien sea juzgado. Así, el sistema de enjuiciamiento
que rige en una sociedad determinada constituye el punto de arranque de toda la
estructuración jurisdiccional, con prescindencia de la legislación
procedimental contingente. Y de esto se sigue que, según sea el modelo
adoptado, será posible ejercer el derecho de defensa en juicio en mayor o menor
medida.
Podemos
también extender el panorama observando el plano de la realidad y cotejarlo con
la teoría, a fin de buscar mayor prolijidad del lenguaje. Para ello debemos
escudriñar en dos direcciones: primero, en desprender conceptualmente la noción
de proceso y la de procedimiento; segundo, en examinar los métodos de
enjuiciamiento. Luego, completar un tercer paso, vinculando lo ya expresado:
concluiremos que el proceso se identificará con cierto método de enjuiciamiento
y el procedimiento con otro. Así es como hallaremos un modelo continente de un
proceso y uno que sólo aloja procedimiento. Regresando al objetivo fijado al
comienzo del párrafo, se explica por qué debemos referirnos a sistema procesal en un caso, y a sistema procedimental en el restante.
Sin embargo, aquí colisionamos con el significado otorgado a la voz proceso, que no en vano un nutrido grupo
de la doctrina amalgama con procedimiento, postura que no compartimos.
En
consecuencia, si no se prescinde de la importantísima diferencia conceptual
entre proceso y procedimiento y se desea lograr una denominación general
comprensiva del contenido tanto procesal como procedimental ―según el caso― nos
inclinamos por hacer mención a sistema de
enjuiciamiento.
La elección
del método de enjuiciamiento corresponde a la sociedad, al pueblo ―ya sea directamente
o a través de representantes tales como el constituyente o, en su defecto, del
legislador―, siendo sumamente importante el cuidado de la compatibilidad
sistémica. De lo contrario, las consecuencias repercutirán negativamente más
allá del sistema procesal, complicando el desenvolvimiento del macrosistema. Por
lo tanto, la selección de origen muestra innegables raíces democráticas, sin
que en ello influya la mentada calidad contramayoritaria del Poder Judicial que
se ve en muchos países.
Gracias a la
ya aludida globalización jurídica, el modelo de enjuiciamiento que se
implemente en las naciones respetuosas del Derecho Internacional de los
Derechos Humanos debe ajustarse a sus parámetros. Por lo tanto, debido a que éste
emana directamente de la naturaleza humana ―cuyos derechos fundamentales están
a salvo únicamente en una democracia pro
homine―, es de toda lógica que el método de enjuiciamiento respete sus
lineamientos.
Sin embargo,
existen numerosos ejemplos donde a nivel constitucional se establece un diseño
procesal que no es seguido por los códigos de procedimientos. Acertadamente se
ha advertido sobre la incompatibilidad que se observa en América, donde el sistema acusatorio es el
adoptado por todas las constituciones del siglo XIX ―la mayoría vigente hasta
hoy con sus paradigmas originales―, en tanto que el sistema inquisitorio es el
contenido en las leyes procedimentales, que ostentan obviamente un rango
jurídico menor. De donde surge clara su inconstitucionalidad. En otras palabras,
las constituciones instrumentan el diseño triangular, en el cual el juez puede
actuar con imparcialidad. En cambio, las leyes adoptan el diseño vertical, en
el que el juez no puede actuar con imparcialidad por mucha que sea su buena fe
y voluntad puesta al efecto[2].
Lo apuntado
representa un problema que requiere urgente solución si lo que se busca es una
mejor respuesta del Poder Judicial de cara a la sociedad. No es un
dato menor que toda la estructura jurisdiccional debe establecerse en función
al sistema de enjuiciamiento que se fije. Sin embargo, el hecho de que las
leyes procedimentales inferiores no respeten el sistema de las constituciones
o, si se quiere, del Derecho Internacional de los Derechos Humanos ―que
reconoce el derecho de acceso a la justicia y la garantía del proceso, es
decir, a ser juzgado por un tercero imparcial e independiente luego de debatir
en igualdad de condiciones contra el oponente― en modo alguno debe entenderse
como una atribución o posibilidad de aquéllas de modificar a éstos. Por tal
motivo, preferimos dejar a salvo al sistema de enjuiciamiento por encima de los
ordenamientos procedimentales contingentes, ya que ―en una democracia pro homine― aquél tiene la vital misión
de brindar el método capaz de hacer efectivos ―cuando sea menester― los derechos
humanos. Ello no obsta a la existencia, en otros modelos autocráticos,
estatistas o totalitarios de un sistema procedimental, que en verdad no
contiene un proceso ―aunque así se denomine a alguna clase de procedimiento
cuyos objetivos son muy distintos, dado que el hombre pasa a un segundo plano―.
Quizá una
buena alternativa para lograr que el derecho se adapte definitivamente a los
profundos cambios que presentó el mundo en las últimas décadas, sea enfocarnos
en detectar y corregir la inoperatividad de derechos humanos que puede llegar a
ocasionar un modelo de enjuiciamiento inadecuado, allí donde se los quiere
respetar.
[1] El tomo I de la segunda edición
fue escrito hacia 1955. Hugo Alsina falleció en Buenos Aires el 21 de Octubre
de 1958.
[2] Alvarado
Velloso, Adolfo: “La imparcialidad judicial y la prueba oficiosa”.
VV.AA.: Confirmación Procesal. Colección Derecho Procesal Contemporáneo.
Dir.: Adolfo Alvarado Velloso
y Oscar Zorzoli. Ediar, Buenos Aires, 2007, p. 12.