Ya nos hemos referido en este blog a la
disputa entre activismo judicial y garantismo procesal, cuestión que sin
dudas crea revuelo en el procesalismo de hoy. El activismo judicial ―a primer
golpe de vista― puede parecer atractivo si atendemos sólo a la meta ―es decir,
si asumimos una postura exclusivamente finalista― pues sus resultados se
obtienen merced a un intervencionismo judicial
en el método. Por consiguiente, acepta que se sacrifique la igualdad procesal y
el derecho de defensa en juicio porque dicho intervencionismo de la autoridad
implica modificar las reglas de debate, desplazando a una de las partes para
que actúe en su lugar el juez, que ya deja de ser imparcial al perder su impartialidad[1]. Así, queda
desnaturalizado el proceso, transformándose en puro procedimiento.
Cuando la esencia del proceso como
garantía se diluye hasta desaparecer, las partes extravían su lugar, su debate
y las reglas preestablecidas, languideciendo o extinguiéndose toda posibilidad
de control sobre la autoridad, que ahora encuentra el camino allanado hacia la omnipotencia,
tan reclamada por algún neoconstitucionalista.
Comprendemos la razón de por qué la garantía del proceso es insoslayable en
todo diseño jurídico y político que se enfoque en el hombre y sus derechos
humanos.
Una vez confiscada a la persona la
garantía del proceso, están dadas las condiciones para algunos excesos. Aquí
nos interesa dedicarnos al decisionismo
judicial.
Los problemas para determinar con mayor
precisión el ámbito de actuación de los jueces dentro del sistema fue
consolidando una tendencia focalizada en la disputa del poder político con los
otros poderes del Estado, que a veces se manifiesta en pronunciamientos
jurisdiccionales fundados más en la voluntad del decisor que en el derecho.
Atrás quedaron los tiempos donde se
aceptaba la expresión non liquet que
emitía el juzgador cuando no asomaba la claridad necesaria para resolver la
cuestión[2].
Ulteriormente, razones más bien ligadas a la paz social y a la seguridad
jurídica impusieron desde el ordenamiento legal ―incluso haciendo gala de
ciertas ficciones― la obligación del sentenciante de pronunciarse en todos los
casos. La pretensión se acoge o se rechaza, en ambos supuestos, total o
parcialmente.
Recordemos que la sentencia se debe dictar
una vez transitado y agotado un proceso, pues es su objetivo. Esta resolución
heterocompositiva reviste una particularidad: llegado el caso, puede ser
impuesta a la parte perdidosa que intervino en aquél. O sea, no se trata de una
simple decisión ―o mera selección entre alternativas― sino de una que debe
cumplirse aun sustituyendo una voluntad con el uso de la fuerza legítima. Por
consiguiente, este tipo de decisiones resolutivas no puede ser escindida de la
idea de poder.
Sin embargo, algunos magistrados
evidencian una tendencia a dejar de lado el ejercicio adecuado de su poder,
salteando límites y controles, inclinándose a no respetar el derecho. Por ello
aparecen numerosos casos de jueces que en vez de decidir, practican el decisionismo.
El decisionismo
judicial incurre en el despropósito de pensar que juzgar es únicamente una
cuestión de voluntad y no de razón. El decisionista niega los aspectos
cognoscitivos, niega lo preexistente, lo predecible a que debe someterse. No
considera como operación racional la consistente en decidir de acuerdo con el
derecho y en justificar o motivar sus resoluciones, las que solo incluyen argumentos
aparentes o pseudo-fundamentos.
Al referirse al decisionismo
judicial y al juez como normador, el profesor Alvarado
Velloso[3] indica que en los últimos
años, al socaire de una afirmada defensa de la Constitución, algunos jueces con
vocación de protagonismo mediático han comenzado a intervenir en toda suerte de
asuntos, propios de la competencia constitucional exclusiva de otros poderes
del Estado, interfiriendo con ello en la tarea de gobernar. Y, de tal forma,
han abandonado el juicioso acatamiento de la ley para entrar al campo del
cogobierno y, aún más, ingresando a un terreno muy peligroso: el de una suerte
de increíble desgobierno, ya imposible de controlar.
De este modo ―sigue su explicación― y
porque quienes así actúan sostienen que lo hacen por elemental solidaridad con
el más débil, con el mal defendido, con el más pobre, con el que tiene la razón
pero no alcanza a demostrarla, etcétera, se generó el movimiento que se conoce
doctrinalmente con la denominación de solidarismo
y que, porque se practica aun a pesar de la ley, decidiendo lo que algún juez
quiere a su exclusiva voluntad, también se llama decisionismo.
Añade que quien así actúa no cumple una tarea
propiamente judicial, en razón de que con ello no se resuelven conflictos
intersubjetivos de intereses, que es la esencia de la tarea de otorgar justicia
conmutativa. Antes bien, practica justicia distributiva sin tener los elementos
para poder hacerlo: en primer lugar, la legitimidad de la elección por los
votos del pueblo; luego presupuesto adecuado, conocimiento de la realidad
general y del impacto que causará en la sociedad el dar a unos lo que las
circunstancias de la vida niegan a otros. Finalmente, deja en claro el
voluntarismo del que se vale el decisionismo, pues destaca que la denominación decisionista encuentra su origen en el deseo
de resolver algo a todo trance que muestra el juez y que está basado en su
propia voluntad aunque, a veces, el resultado así obtenido repugne al orden
jurídico[4].
Esta inclinación decisionista que
actualmente crece en varios países, conduce en muchos casos a que los jueces en
vez de ejercer el poder, lo ostenten primero y lo detenten después. Y por
consiguiente, casi sin advertirlo, dejan de juzgar para pasar a sojuzgar. De
esta manera, consideramos de vital trascendencia remarcar la necesidad de
respetar el método para arribar a la meta. Que las decisiones judiciales sean el
objetivo de un proceso y el fruto del derecho.
[1] De allí que el activismo se vea obligado a considerar
sólo un concepto limitado de la imparcialidad.
[2] El juez no puede dejar de fallar por insuficiencia u
oscuridad de la ley y su decisión debe ser expresa en aquellos procedimientos
que no admiten la absolución de instancia. Antiguamente, además de la absolución
de la demanda, se conocía la absolución de la instancia, no de la reclamación
que se hacía al demandado o de la cosa que se le pedía, sino tan sólo del
juicio o procedimiento seguido. Esto se verificaba cuando no aparecían méritos
bastantes de las pruebas practicadas para condenarle ni absolverle libremente y
no obstante arrojaban los autos lo necesario para persuadirse el juez de la
justicia o de la injusticia de las reclamaciones o defensas, aunque no por un
pleno convencimiento. En estos casos podía el demandante entablar un nuevo
pleito, si había encontrado nuevas pruebas en que fundar su acción ―rectius, pretensión― (Alsina, Hugo: Tratado teórico práctico de derecho procesal civil y comercial,
2ª ed., Ediar, Buenos Aires, 1963, t.
IV, pp. 88-89).
[3] Alvarado
Velloso, Adolfo: El debido proceso
de la garantía constitucional, Zeus, Rosario, 2003, pp. 220-221.
[4] Ibídem, p.
220, nota 39.