En la ambivalencia
del lenguaje procesal se encuentra una reiterada desorientación conceptual al
emplear como sinónimos proceso y procedimiento. Este tema ha sido tratado en una entrada anterior, a la cual nos remitimos y que puede verse aquí. Su importancia es mayúscula: de la confusión conceptual derivan teorías que conducen hasta la supresión del proceso como garantía, y solo dejan procedimiento. Basta recordar las perimidas (pero inadvertidamente reflotadas) ideas de Baumbach, tan criticadas en 1938 por Calamandrei.
Mientras que todo proceso
contiene necesariamente un procedimiento que lo hace avanzar de una etapa
lógica a otra, no todo procedimiento resulta ser un proceso, ya que éste
únicamente aparece en la acción procesal y no en las restantes instancias.
Procedimiento, pues, es una sucesión de conexiones de actos jurídicos de distintos sujetos[1].
El problema
que surge en el análisis de los principios del procedimiento proviene de la
circunstancia de que hay un paralelismo con el proceso, el cual ha sido
estudiado con mayor profundidad y severidad científica desde el siglo XIX, de
manera que para distinguir los fenómenos atinentes al procedimiento es menester
recordar las características de su naturaleza: se trata de conexiones de
conductas ―de diferentes sujetos― de manera tal que son fenómenos sensiblemente
perceptibles a diferencia de los que se refieren al proceso, los cuales son
inteligibles[2].
El proceso
vela por el respeto de las garantías de las partes en un plano de estricta
igualdad jurídica. Igualdad que se consolida necesariamente a través de la
imparcialidad del juzgador. Entonces, el derecho de defensa en juicio se
sostiene sobre un trípode conformado por los derechos humanos, la igualdad de
las partes y la imparcialidad del juzgador.
Podríamos
señalar a la imparcialidad como uno de los distintivos entre proceso y
procedimiento. Tanto, que se ha explicado que el sentido teorético del derecho
procesal se constituye con otra nota que le diferencia de aquellas disciplinas
que conocen de procedimientos conflictivos no procesales: la imparcialidad del
juzgador[3].
Mucho
espacio se ha dedicado en variados trabajos al concepto de imparcialidad. Por
nuestro lado nos inclinamos por una acepción amplia del término que ―en
realidad― abarca también a la independencia y la impartialidad[4] del juez o árbitro que resuelve el caso. Puede percibirse
fácilmente su cercana vinculación con el respeto a la igualdad de las partes.
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Werner Goldschmidt |
Explicado
sencillamente, la imparcialidad en sentido restringido significa que el decisor
no tiene ningún interés en el objeto del proceso ni en el resultado de la
sentencia. A su turno, la independencia se orienta hacia la inexistencia de cualquier
tipo de poder que condicione a la autoridad y su pronunciamiento. Finalmente, el
neologismo impartialidad debe entenderse como la imposibilidad del decisor de
realizar o reemplazar la actividad que durante el proceso deben llevar a cabo ―propiamente―
las partes.
Con estos
apuntes preliminares estamos en condiciones de profundizar algo más sobre la
idea de imparcialidad en sentido amplio.
Si nos
atenemos a los pactos internacionales de derechos humanos, es clara la
exigencia de juzgamiento por un tribunal competente, independiente e imparcial,
establecido con anterioridad por la ley (artículo 10 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos de 1948, artículo 14 numeral 1º del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, artículo 8 numeral 1º de
la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, conocida como Pacto de San
José de Costa Rica)[5].
El artículo 10 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos ―adoptada y proclamada por la Resolución
de la Asamblea
General de las Naciones Unidas 217 A (iii) del 10 de
diciembre de 1948― sirve de sustento para fundamentar que las garantías
procesales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos alcanzan a todos
los procesos, con prescindencia de la materia en debate, al establecer que “toda persona tiene derecho, en condiciones
de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal
independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones
o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”. No
dudamos de la contribución que en este sentido puede efectuar una teoría
general del proceso respetuosa de los derechos fundamentales y la democracia.
Juntamente
con la independencia de los poderes institucionales y no institucionales debe
buscarse la imparcialidad intrajuicio, lo que significa ―desde lo objetivo― que
el órgano que va a juzgar no se encuentre comprometido por sus tareas y
funciones ni con las partes ―impartialidad― ni con los intereses de las partes
―imparcialidad―. De esta forma se va a lograr entonces el famoso triángulo de
virtudes del órgano jurisdiccional que son impartialidad, imparcialidad e
independencia[6].
La autoridad impartial es aquella que no se involucra en
el debate rompiendo el equilibrio y sustituyendo o ayudando a los contendientes
en sus actividades específicas, como pretender, ofrecer prueba y producirla.
Este elemento, por consiguiente, se relaciona con la actividad de procesar y el
respeto a los roles de los litigantes y a las reglas preestablecidas de debate.
La
independencia, en cambio, marca el respeto por la libertad de decisión, sólo limitada
en cuanto a la obediencia al derecho, sin que se acepten presiones, prejuicios,
órdenes o sometimiento a otros poderes institucionales o no institucionales ―como
grupos económicos o medios masivos de comunicación― sean o no sujetos del proceso.
Un correcto sistema de designación y remoción de los jueces y ciertas garantías
de intangibilidad de remuneraciones, permanencia e inamovilidad en sus
funciones ayudan en este aspecto.
Pero además
hace a la independencia de los jueces la autarquía y el manejo de su
presupuesto por el propio Poder Judicial, sin interferencia de otros poderes o
funcionarios extraños. En el supuesto particular de los árbitros, a estos fines
sus honorarios y gastos deben ser depositados o garantizados por las partes ab initio del proceso, para evitar que
la mayor o menor solvencia de alguna de ellas influya en el resultado del laudo
con el objetivo de asegurarse el cobro de sus estipendios.
Josep Aguiló ha advertido sobre dos
deformaciones comunes de la idea de independencia que son el resultado de
ignorar que la posición del juzgador en el Estado de derecho viene dada tanto
por sus poderes como por sus deberes. La primera, que tiende a asimilar la
independencia a la autonomía, olvida la posición de poder institucional que el
juez ocupa; la segunda, que tiende a asimilar la independencia a la soberanía, define
la posición del juez dentro del orden jurídico a partir exclusivamente de sus
poderes, ignorando sus deberes. Así, el deber de independencia de los jueces
tiene su correlato en el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el
derecho, no desde relaciones de poder, juegos de intereses o sistemas de
valores extraños al derecho. El principio de independencia protege no sólo la
aplicación del derecho, sino que además exige al juez que falle por las razones
que el derecho le suministra[7].
Acota el
autor en mención que si la independencia trata de controlar los móviles del
juez frente a influencias extrañas al derecho provenientes del sistema social,
la imparcialidad trata de controlar los móviles del juez frente a influencias
extrañas al derecho, pero provenientes del proceso ―por lo que está ligada a
dos figuras procesales, como la abstención o excusación y la recusación―. De
este modo ―agrega―, la imparcialidad podría definirse como la independencia
frente a las partes y el objeto del proceso. De nuevo, el juez imparcial será
el juez obediente al derecho[8].
Concluye Aguiló que los deberes de independencia
e imparcialidad constituyen dos características básicas y definitorias de la
posición institucional del decisor en el marco del Estado de derecho, conformando
la peculiar manera de obediencia al derecho que éste les exige. Independiente e
imparcial ―remata― es el juez que aplica el derecho y que lo hace por las
razones que el derecho le suministra[9].
El necesario
respeto por los fundamentos democráticos pro
homine requiere que se establezca un sistema de enjuiciamiento donde a la imprescindible
imparcialidad del juzgador se le añada, como elemento que la retroalimenta, su obediencia
al orden jurídico. De lo contrario, algunas sentencias repercutirán
negativamente en el macrosistema desde que sembrarán imprevisibilidad y serán
consecuencia del quebrantamiento de un principio básico de toda sociedad: el
deber de observancia de las normas que dicta para su propia convivencia.
Como
cuestión adicional, es necesario apuntalar todo el esquema construido con algún
tipo de preparación y concientización de los decisores jurisdiccionales capacitándolos
adecuadamente en lo que podríamos llamar el
arte de la imparcialidad, de manera tal que observen esta cualidad en los procesos
donde actúan o se aparten sin temor ―bajo las condiciones legales permitidas―
en aquéllos donde la estiman comprometida.
En resumidas
cuentas, la imparcialidad en sentido amplio requiere que la autoridad carezca
de interés en el proceso, que no se someta a ningún otro poder ―institucional o
no institucional―, que se abstenga de efectuar o suplantar la actividad
procesal propia de las partes y que obedezca el orden jurídico.
Concluimos
afirmando que si el decisor jurisdiccional no actúa con imparcialidad ―que
funcionalmente es una garantía necesariamente asegurada desde el sistema
procesal mismo― su sentencia no será fruto de un proceso respetuoso de los
derechos humanos, sino de un mero procedimiento.
[2] Briseño
Sierra, Humberto: “Esbozo del procedimiento jurídico”. VV.AA.: Teoría unitaria del proceso. Juris, Rosario, 2001, p. 513.
[3] Briseño
Sierra, Humberto: “Los ‘principios’ del procedimiento mexicano”. Revista Procesal de México, año 2, N° 1.
Cárdenas, México D.F., 1973, p. 32.
[4] Ya Werner Goldschmidt, en ocasión de su discurso
de recepción como miembro del Instituto Español de Derecho procesal, empleó el
neologismo partialidad, diferenciando
conceptualmente el ser parte ―la partialidad―
con el ser parcial ―la parcialidad―.
V. Goldschmidt, Werner: “La imparcialidad como principio básico
del proceso (La partialidad y la parcialidad)”, en su libro Conducta y norma, Valerio Abeledo,
Buenos Aires, 1955, pp. 133-154. Carlos Cossio
se refiere brevemente también a esta idea en su artículo “El conocimiento de
protagonista”, Revista Jurídica Argentina
La Ley, La Ley, Buenos Aires, 1953, t. 69, p. 734.
[5] Garderes,
Santiago y Valentín, Gabriel: Bases para la reforma del proceso penal.
Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2007, p. 190.
[6] Superti, Héctor: “La
garantía constitucional del juez imparcial en materia penal”. VV.AA.: El debido proceso. Colección Derecho
Procesal Contemporáneo. Dir.: Adolfo Alvarado Velloso y Oscar Zorzoli. Ediar,
Buenos Aires, 2006, pp. 334-335.
[7] Aguiló, Josep:
“Independencia e imparcialidad de los jueces y argumentación jurídica”. Isonomía, Revista de Teoría y Filosofía del
Derecho, N° 6,
abril de 1997, ITAM, México D.F., pp. 75-77. (Conferencia pronunciada en el Seminario de argumentación jurídica que tuvo
lugar en México D.F. entre los días 23 y 28 de septiembre de 1996, organizado
por el Consejo de la
Judicatura Federal y el Departamento de Derecho del Instituto
Tecnológico Autónomo de México ―ITAM―).
[8] Ibídem, p. 77.