Casi como por
inercia, gran parte de las explicaciones sobre el derecho siguen alimentándose con
ideas de otros tiempos, donde ni por asomo se vislumbraba un Derecho
Internacional de los Derechos Humanos que trasladara el epicentro de la
soberanía y la autoridad a la persona humana. Puede resultar curioso, pero
muchas veces los derechos humanos ―incluyendo variada terminología, como
derechos del hombre, fundamentales, morales[1], inherentes a
la persona, naturales, esenciales, etcétera― se consideran para todo, salvo
para intentar establecer la definición del derecho.
El profesor Javier Hervada nos ilustra brillantemente al respecto. Destaca que
comúnmente se entiende por derechos humanos aquellos derechos que el hombre
tiene por su dignidad de persona[2] ―o, si se
prefiere, aquellos derechos inherentes a la condición humana― que deben ser
reconocidos por las leyes. Dado que preexisten a las leyes positivas, ellas los
declaran y reconocen ―y nunca los otorgan o conceden―[3], de manera
tal que son consideradas justas si respetan los derechos humanos, e injustas y
opresoras si son contrarias a ellos[4]; incluso se
admite que la falta de reconocimiento genera legitimidad al recurso a la
resistencia ―activa o pasiva―[5].
Si los derechos humanos ―continúa el
jurista de la Universidad de Navarra― no constituyen un espejismo, parece claro
que tienen una relación íntima con el concepto de derecho. No obstante, los
filósofos del derecho, al intentar llegar a un concepto de derecho, no han
tenido en cuenta ―al menos en debida proporción― los derechos humanos. A partir
de allí, Hervada subraya la
contradicción en que incurren los filósofos y juristas que niegan que los derechos
humanos sean propiamente derechos: siguen llamándoles derechos, pero en
realidad estiman que se trata más bien de valores, postulados políticos, exigencias
sociológicas, etcétera. Y remata que el origen de estas opiniones se encuentra
en la negación a que pueda preexistir un derecho fuera de la concesión u
otorgamiento de la ley positiva, ya que consideran únicamente a ésta como
verdadero derecho[6].
Sin dudas, los apuntes precedentes nos
ayudan a reflexionar sobre dos aspectos que bien merecen ser tomados en
consideración.
En primer lugar, el recurrente anuncio desde distintas corrientes
que ensalzan la importancia de los derechos humanos para el mundo jurídico,
muestra paradójicamente a esos mismos derechos humanos al margen de toda definición
de derecho. En segunda posición, parece quedar al descubierto cierta inconsistencia
argumental en el juspositivismo que asimila y limita el derecho a la ley positiva,
pues queda huérfana de explicación la innegable preexistencia de los derechos
humanos respecto al ordenamiento jurídico positivo: aquéllos nacen con el
hombre, transmiten o proyectan un contenido inmanente de justicia y son
inherentes a la persona humana, creadora del ordenamiento aludido en su propio
beneficio ―de allí que éste los declara y reconoce―. Incluso, cuesta disimular
las dificultades de acercamiento de esta línea de pensamiento filosófico con el
Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que en los pactos y tratados
internacionales que lo integra, decididamente, se ha inclinado por la terminología
y la orientación jusnaturalista, única compatible con un sistema de derechos
preocupado por la persona humana y su dignidad, y que implícitamente trae
aparejado un núcleo de derechos fundamentales distinguible del derecho
positivo. Igual suerte corren las ideas culturalistas, pues en definitiva no
dejan de sostener que los derechos humanos constituyen una creación o producto
del propio hombre, desconociendo su carácter de esencialidad e inherencia a su
ser.
Por consiguiente, podemos concluir que, si
se acepta sin cortapisas al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, debe
admitirse al menos que tanto el derecho positivo como el derecho natural son
parte de un sistema jurídico que, si bien debe ocuparse de regular las
relaciones intersubjetivas, únicamente puede construirse y sostenerse a partir
de la declaración, reconocimiento y protección de los derechos que son
inherentes a la naturaleza y dignidad humanas, garantizados por algún medio
respetuoso de ellos. De lo contrario, no superarán la categoría de derechos nominales: no funcionarán como derechos
por su propia endeblez e incompletitud. Allí comienza a tallar el problema de
la efectivización, que hoy por hoy es el punto que más atención necesita en materia de derechos humanos.
Aceptando que no podemos insistir en
analizar el derecho sin considerar los derechos humanos, sería contradictorio
proponer herramientas o instrumentos para su resguardo que no los respeten.
Resulta ineludible, pues, que el derecho procesal revise y repiense sus conceptos
fundamentales, figuras y teorías.
Su objeto de estudio ―el proceso― no queda
al margen de la cuestión. Es la garantía de garantías que ultima ratio el sistema reconoce como perteneciente al hombre, a
fin de que los derechos no se limiten a la inerte declaratividad del papel:
además pueden así cobrar vida en la plenitud de su respeto y ejercicio. En
consecuencia, un sistema que reconoce los derechos humanos inexorablemente debe
hospedar un proceso jurisdiccional que los respete. Porque de no ser así, asomará
una aporía: cada vez que se logre el respeto de algún derecho a través del
proceso se estará violando algún derecho humano. Esta afirmación, que puede
parecer un tanto despiadada, se verifica cotidianamente en los ordenamientos
procedimentales que no respetan adecuadamente el derecho de defensa
en juicio.
[1]
Según Rex Martin, existe acuerdo
general entre los filósofos en que los derechos humanos son derechos morales.
Aclara que el vocablo moral parece
estar cumpliendo en gran parte la misma función que cumplía el vocablo natural: la descripción de los derechos
como naturales daba a entender que no eran convencionales o artificiales, en el
sentido en que lo son los derechos jurídicos. V. Martin, Rex, Un sistema
de derecho. Trad. de Stella Álvarez. Ed. Gedisa, Barcelona, 2001, p. 96.
[2]
Se enfatiza que la dignidad de la persona es el rasgo distintivo de los seres
humanos respecto de los demás seres vivos, la que constituye a la persona como
un fin en sí mismo, impidiendo que sea considerada un instrumento o medio para
otro fin, además de dotarlo de capacidad de autodeterminación y de realización
del libre desarrollo de la
personalidad. La dignidad es así un valor inherente a la
persona humana que se manifiesta a través de la autodeterminación consciente y
responsable de su vida y que exige el respeto de ella por los demás. V. Nogueira Alcalá, Humberto, La dignidad humana y los derechos fundamentales.
El bloque constitucional de derechos fundamentales. Revista de Derecho de
la Universidad Católica de la Santísima Concepción de Chile N° 15, 2007-1,
Concepción, 2007, p. 44.
[3]
Cfr. Hervada, Javier: Escritos de derecho natural. 2ª edicion
ampliada. Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 1993, p. 452.
[4]
Ibídem, p. 454.
[5]
Ibídem, p. 452.
[6]
Ibídem, pp. 457/458.