Antecedentes académicos y profesionales

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Buenos Aires, Argentina
Doctor en Derecho y Magíster en Derecho Procesal (Universidad Nacional de Rosario). Director del Departamento de Derecho Procesal Civil (Universidad Austral, Buenos Aires). Profesor Adjunto regular de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Docente estable en la Maestría en Derecho Procesal (Universidad Nacional de Rosario). Profesor Invitado a la Especialización en Derecho Procesal y Probatorio de la Universidad del Rosario (Bogotá, Colombia) y a la Especialización en Derecho Procesal de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Miembro Titular del Instituto Panamericano de Derecho Procesal. Abogado y experto en litigación. Consultor internacional. Autor de cuatro libros y más de treinta artículos de doctrina, además de haber escrito otros tres libros como coautor y participado en obras colectivas. Sus trabajos de doctrina fueron publicados en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Paraguay, Perú y Uruguay. Ha dictado cursos y conferencias en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay. Miembro de la Comisión Redactora del Anteproyecto de CPCCN

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Bienvenidos. Muchas gracias por visitar el blog. Encontrarán algunas novedades e información sobre distintas actividades académicas y debates procesales. También se irán presentando mis publicaciones, incluyendo artículos de doctrina relacionados con el derecho procesal y los sistemas de justicia en Latinoamérica. El desafío es construir juntos, a partir de los Derechos Humanos bien entendidos, una justicia mejor, que se ocupe del hombre que acude a ella.
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19 de mayo de 2013

LA IMPARCIALIDAD, UNA DE LAS NOTAS DISTINTIVAS ENTRE PROCESO Y PROCEDIMIENTO


             En la ambivalencia del lenguaje procesal se encuentra una reiterada desorientación conceptual al emplear como sinónimos proceso y procedimiento. Este tema ha sido tratado en una entrada anterior, a la cual nos remitimos y que puede verse aquí. Su importancia es mayúscula: de la confusión conceptual derivan teorías que conducen hasta la supresión del proceso como garantía, y solo dejan procedimiento. Basta recordar las perimidas (pero inadvertidamente reflotadas) ideas de Baumbach, tan criticadas en 1938 por Calamandrei.
             Mientras que todo proceso contiene necesariamente un procedimiento que lo hace avanzar de una etapa lógica a otra, no todo procedimiento resulta ser un proceso, ya que éste únicamente aparece en la acción procesal y no en las restantes instancias. Procedimiento, pues, es una sucesión de conexiones de actos jurídicos de distintos sujetos[1].
             El problema que surge en el análisis de los principios del procedimiento proviene de la circunstancia de que hay un paralelismo con el proceso, el cual ha sido estudiado con mayor profundidad y severidad científica desde el siglo XIX, de manera que para distinguir los fenómenos atinentes al procedimiento es menester recordar las características de su naturaleza: se trata de conexiones de conductas ―de diferentes sujetos― de manera tal que son fenómenos sensiblemente perceptibles a diferencia de los que se refieren al proceso, los cuales son inteligibles[2].
             El proceso vela por el respeto de las garantías de las partes en un plano de estricta igualdad jurídica. Igualdad que se consolida necesariamente a través de la imparcialidad del juzgador. Entonces, el derecho de defensa en juicio se sostiene sobre un trípode conformado por los derechos humanos, la igualdad de las partes y la imparcialidad del juzgador.
             Podríamos señalar a la imparcialidad como uno de los distintivos entre proceso y procedimiento. Tanto, que se ha explicado que el sentido teorético del derecho procesal se constituye con otra nota que le diferencia de aquellas disciplinas que conocen de procedimientos conflictivos no procesales: la imparcialidad del juzgador[3].
             Mucho espacio se ha dedicado en variados trabajos al concepto de imparcialidad. Por nuestro lado nos inclinamos por una acepción amplia del término que ―en realidad― abarca también a la independencia y la impartialidad[4] del juez o árbitro que resuelve el caso. Puede percibirse fácilmente su cercana vinculación con el respeto a la igualdad de las partes.
Werner Goldschmidt

             Explicado sencillamente, la imparcialidad en sentido restringido significa que el decisor no tiene ningún interés en el objeto del proceso ni en el resultado de la sentencia. A su turno, la independencia se orienta hacia la inexistencia de cualquier tipo de poder que condicione a la autoridad y su pronunciamiento. Finalmente, el neologismo impartialidad debe entenderse como la imposibilidad del decisor de realizar o reemplazar la actividad que durante el proceso deben llevar a cabo ―propiamente― las partes.
             Con estos apuntes preliminares estamos en condiciones de profundizar algo más sobre la idea de imparcialidad en sentido amplio.
             Si nos atenemos a los pactos internacionales de derechos humanos, es clara la exigencia de juzgamiento por un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley (artículo 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, artículo 14 numeral 1º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, artículo 8 numeral 1º de la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, conocida como Pacto de San José de Costa Rica)[5].
             El artículo 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos ―adoptada y proclamada por la Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas 217 A (iii) del 10 de diciembre de 1948― sirve de sustento para fundamentar que las garantías procesales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos alcanzan a todos los procesos, con prescindencia de la materia en debate, al establecer que “toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal”. No dudamos de la contribución que en este sentido puede efectuar una teoría general del proceso respetuosa de los derechos fundamentales y la democracia.
             Juntamente con la independencia de los poderes institucionales y no institucionales debe buscarse la imparcialidad intrajuicio, lo que significa ―desde lo objetivo― que el órgano que va a juzgar no se encuentre comprometido por sus tareas y funciones ni con las partes ―impartialidad― ni con los intereses de las partes ―imparcialidad―. De esta forma se va a lograr entonces el famoso triángulo de virtudes del órgano jurisdiccional que son impartialidad, imparcialidad e independencia[6].
             La autoridad impartial es aquella que no se involucra en el debate rompiendo el equilibrio y sustituyendo o ayudando a los contendientes en sus actividades específicas, como pretender, ofrecer prueba y producirla. Este elemento, por consiguiente, se relaciona con la actividad de procesar y el respeto a los roles de los litigantes y a las reglas preestablecidas de debate.
             La independencia, en cambio, marca el respeto por la libertad de decisión, sólo limitada en cuanto a la obediencia al derecho, sin que se acepten presiones, prejuicios, órdenes o sometimiento a otros poderes institucionales o no institucionales ―como grupos económicos o medios masivos de comunicación― sean o no sujetos del proceso. Un correcto sistema de designación y remoción de los jueces y ciertas garantías de intangibilidad de remuneraciones, permanencia e inamovilidad en sus funciones ayudan en este aspecto.
             Pero además hace a la independencia de los jueces la autarquía y el manejo de su presupuesto por el propio Poder Judicial, sin interferencia de otros poderes o funcionarios extraños. En el supuesto particular de los árbitros, a estos fines sus honorarios y gastos deben ser depositados o garantizados por las partes ab initio del proceso, para evitar que la mayor o menor solvencia de alguna de ellas influya en el resultado del laudo con el objetivo de asegurarse el cobro de sus estipendios.
             Josep Aguiló ha advertido sobre dos deformaciones comunes de la idea de independencia que son el resultado de ignorar que la posición del juzgador en el Estado de derecho viene dada tanto por sus poderes como por sus deberes. La primera, que tiende a asimilar la independencia a la autonomía, olvida la posición de poder institucional que el juez ocupa; la segunda, que tiende a asimilar la independencia a la soberanía, define la posición del juez dentro del orden jurídico a partir exclusivamente de sus poderes, ignorando sus deberes. Así, el deber de independencia de los jueces tiene su correlato en el derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el derecho, no desde relaciones de poder, juegos de intereses o sistemas de valores extraños al derecho. El principio de independencia protege no sólo la aplicación del derecho, sino que además exige al juez que falle por las razones que el derecho le suministra[7].
             Acota el autor en mención que si la independencia trata de controlar los móviles del juez frente a influencias extrañas al derecho provenientes del sistema social, la imparcialidad trata de controlar los móviles del juez frente a influencias extrañas al derecho, pero provenientes del proceso ―por lo que está ligada a dos figuras procesales, como la abstención o excusación y la recusación―. De este modo ―agrega―, la imparcialidad podría definirse como la independencia frente a las partes y el objeto del proceso. De nuevo, el juez imparcial será el juez obediente al derecho[8].
             Concluye Aguiló que los deberes de independencia e imparcialidad constituyen dos características básicas y definitorias de la posición institucional del decisor en el marco del Estado de derecho, conformando la peculiar manera de obediencia al derecho que éste les exige. Independiente e imparcial ―remata― es el juez que aplica el derecho y que lo hace por las razones que el derecho le suministra[9].
             El necesario respeto por los fundamentos democráticos pro homine requiere que se establezca un sistema de enjuiciamiento donde a la imprescindible imparcialidad del juzgador se le añada, como elemento que la retroalimenta, su obediencia al orden jurídico. De lo contrario, algunas sentencias repercutirán negativamente en el macrosistema desde que sembrarán imprevisibilidad y serán consecuencia del quebrantamiento de un principio básico de toda sociedad: el deber de observancia de las normas que dicta para su propia convivencia.
             Como cuestión adicional, es necesario apuntalar todo el esquema construido con algún tipo de preparación y concientización de los decisores jurisdiccionales capacitándolos adecuadamente en lo que podríamos llamar el arte de la imparcialidad, de manera tal que observen esta cualidad en los procesos donde actúan o se aparten sin temor ―bajo las condiciones legales permitidas― en aquéllos donde la estiman comprometida.
             En resumidas cuentas, la imparcialidad en sentido amplio requiere que la autoridad carezca de interés en el proceso, que no se someta a ningún otro poder ―institucional o no institucional―, que se abstenga de efectuar o suplantar la actividad procesal propia de las partes y que obedezca el orden jurídico.
             Concluimos afirmando que si el decisor jurisdiccional no actúa con imparcialidad ―que funcionalmente es una garantía necesariamente asegurada desde el sistema procesal mismo― su sentencia no será fruto de un proceso respetuoso de los derechos humanos, sino de un mero procedimiento.



[1] Briseño Sierra, Humberto: Derecho procesal.  Cárdenas, México D.F., 1969, vol. III, p. 121.
[2] Briseño Sierra, Humberto: “Esbozo del procedimiento jurídico”. VV.AA.: Teoría unitaria del proceso. Juris, Rosario, 2001, p. 513.
[3] Briseño Sierra, Humberto: “Los ‘principios’ del procedimiento mexicano”. Revista Procesal de México, año 2, N° 1. Cárdenas, México D.F., 1973, p. 32.
[4] Ya Werner Goldschmidt, en ocasión de su discurso de recepción como miembro del Instituto Español de Derecho procesal, empleó el neologismo partialidad, diferenciando conceptualmente el ser parte ―la partialidad― con el ser parcial ―la parcialidad―. V. Goldschmidt, Werner: “La imparcialidad como principio básico del proceso (La partialidad y la parcialidad)”, en su libro Conducta y norma, Valerio Abeledo, Buenos Aires, 1955, pp. 133-154. Carlos Cossio se refiere brevemente también a esta idea en su artículo “El conocimiento de protagonista”, Revista Jurídica Argentina La Ley, La Ley, Buenos Aires, 1953, t. 69, p. 734.
[5] Garderes, Santiago y Valentín, Gabriel: Bases para la reforma del proceso penal. Fundación Konrad Adenauer, Montevideo, 2007, p. 190.
[6] Superti, Héctor: “La garantía constitucional del juez imparcial en materia penal”. VV.AA.: El debido proceso. Colección Derecho Procesal Contemporáneo. Dir.: Adolfo Alvarado Velloso y Oscar Zorzoli. Ediar, Buenos Aires, 2006, pp. 334-335.
[7] Aguiló, Josep: “Independencia e imparcialidad de los jueces y argumentación jurídica”. Isonomía, Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, N° 6, abril de 1997, ITAM, México D.F., pp. 75-77. (Conferencia pronunciada en el Seminario de argumentación jurídica que tuvo lugar en México D.F. entre los días 23 y 28 de septiembre de 1996, organizado por el Consejo de la Judicatura Federal y el Departamento de Derecho del Instituto Tecnológico Autónomo de México ―ITAM―).
[8] Ibídem, p. 77.
[9] Ibídem, p. 78.