Sabido es que el estudio del derecho procesal no se agota en el
conocimiento del contenido de los códigos y leyes de procedimiento. Si bien aún
no se ha erradicado su enseñanza exclusivamente desde la monotonía del normativismo
y la repetición dogmática de argumentos de autoridad, permanece latente el
atractivo que emana de las distintas perspectivas que ha cobijado a lo largo
del tiempo. Sin dudas, detrás del derecho procesal hay un trasfondo filosófico,
político, cultural, económico, sociológico e ideológico que debe ser atendido.
Entre las diversas visiones del fenómeno procesal
que se fueron gestando, en esta oportunidad nos referiremos a la que se difunde
con la denominación de derecho procesal
social. Esta tendencia fue desarrollada en Latinoamérica principalmente por
autores mexicanos, respondiendo a una particular interpretación de la implantación
temprana del constitucionalismo social ―conocidos hogaño como derechos de
segunda generación― en los artículos 27 y 123 de la Constitución de 1917. Si
bien las prédicas iniciales fueron hace muchos años, en la actualidad el derecho procesal social recobra vigencia
de la mano del florecimiento de concepciones autocráticas y populistas en
algunos países de nuestro continente.
Veamos en qué consiste esta concepción, recurriendo
a connotados autores.
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Alberto Trueba Urbina |
Se sostiene que el derecho
procesal social ha generado por fuerza su propia teoría científica, emanada de
la realidad y la injusticia reinante, resuelta antagónica e irreconciliable con
el derecho procesal burgués. Se trata de una disciplina revolucionaria,
inspirada en la tutela y reivindicación de quienes laboran en la ciudad y en el
campo, así como de los grupos humanos homogéneos económicamente desvalidos[1].
Destaca que se habla de un derecho procesal general de nuevo cuño, inspirado y
surgido de las guildas, las cofradías, los colegios, las corporaciones y los
gremios, cuando no de los propios consejos de prudentes. Vistos los nuevos
reclamos y el imperativo de alcanzar la justicia social, su finalidad propende
a la tutela y la reivindicación de la población trabajadora; se trata de la
nueva ciencia del proceso que trastoca y revoluciona, según considera Trueba
Urbina[2], los tabúes tradicionales de la prueba, la sentencia, la
imparcialidad formal del juzgador, la equidad procesal y la cosa juzgada.
Propendiente, en todo caso, a la jurisdicción colegiada y social, así como a la
justicia por compensación, su autonomía científica rompe con la unidad
tradicionalista y la esencia formalista de la justicia de las conmutaciones.
En tal línea se afirma que
fatalmente, para la nueva dogmática del derecho procesal contemporáneo,
sustentada en la trilogía fundamental: acción, jurisdicción y proceso, esta
disciplina implica dos grandes sectores doctrinales: la teoría general del
proceso y la teoría general del proceso social. La parte general del derecho
procesal social se desdobla y clasifica en derecho procesal del trabajo,
derecho procesal agrario y derecho procesal de la seguridad social[3].
Finalmente ―remarca Santos
Azuela― la autonomía del derecho procesal social es consecuencia de la
evolución de sus instituciones en contacto con sus propias realidades, de tal
suerte que sus ramas no se entienden expropiadas del derecho procesal
tradicional. Por lo mismo, ha de entenderse que la originalidad de sus normas,
técnica y procedimiento son no sólo incompatibles sino sustancialmente diversos
de los del derecho procesal burgués, según el sentir apasionado de Alberto
Trueba Urbina[4]. De esta
suerte, respetando la bilateralidad e igualdad procesal de las partes, así como
restringiendo sus alcances a la tutela y compensación de los intereses
sociales, el derecho procesal social no puede cumplir su contenido y perdería
su sustancia asimilándose al derecho procesal de antiguo cuño[5].
Otro estudioso de esta
corriente explica[6]:
[…] debido a la necesidad de superar los obstáculos
del derecho procesal civil tradicional, inspirado en criterios liberales e
individualistas, empezó a abrirse paso la necesidad de encontrar nuevas
fórmulas procesales para tutelar los derechos de los grupos sociales más
débiles de la sociedad, y por ello tomando en cuenta que tales derechos forman
parte del sector del mundo jurídico que se conoce con el nombre sugestivo, aun
cuando equívoco, de derecho social, cuya denominación ya a penetrado
profundamente en la ciencia jurídica contemporánea, fue necesario establecer
las normas procesales adecuadas para la debida realización de tales derechos
considerados como sociales. [7]
En esta dirección surgió, primeramente, como es
bien sabido, el derecho procesal del trabajo, como aquella rama independizada
del proceso civil tradicional, en la cual se estableció el principio
fundamental que el ilustre tratadista uruguayo Eduardo J. Couture denominó
certeramente igualdad por compensación, y que significa otorgar a la parte
débil del proceso, en ese supuesto, al trabajador, determinadas ventajas
procesales que pudiesen equilibrar su situación real respecto de la parte más
poderosa, es decir, el empresario, lo que implicó el establecimiento de otros
principios formativos derivados del primero, entre los cuales podemos enumerar
brevemente: la supresión de los formalismos expresivos; la concentración del
procedimiento; la inmediación del juzgador con las partes, lo que implica la
implantación, así sea limitada, de la oralidad; la inversión en algunos
supuestos, de los principios tradicionales de la carga de la prueba; y el
otorgamiento al juzgador de facultades de dirección del proceso, entre las
cuales destacan las relativas a la facultad de aportar oficiosamente elementos
de convicción no ofrecidos por las partes, pero necesarios para la resolución
justa de la controversia; la corrección de errores de la parte débil en el
proceso; la supresión de la prueba legal o tasada y su sustitución por el
sistema de valoración de la sana crítica o razonada de las mismas pruebas,
etcétera[8]
Luego de enseñar el autor
mexicano que estos principios introducidos primeramente en el proceso laboral,
se proyectaron posteriormente, en lo que resultaban aplicables, al derecho
procesal agrario ―al menos en los aspectos de tutela de los campesinos en
relación con los terratenientes, a los procedimientos de seguridad social y a
la tutela procesal de familia, así como la de menores e incapacitados― expone:
En resumen,
nos atrevemos a afirmar que en la actualidad existe un sector robusto en el
campo del proceso, que se puede calificar como derecho procesal social, y que
comprende, al menos en la situación actual de su desarrollo, tres ramas
claramente conformadas, con aspectos peculiares, pero que comparten varios
principios fundamentales, y que son las relativas al derecho procesal laboral,
agrario, y de la seguridad social, con algunos aspectos que se van
incorporando, como los del proceso familiar, de menores e incapacitados.[9]
Finalmente refiere:
Por otra
parte, la evolución pujante del derecho procesal social de nuestra época ha
influido en la modernización de otras ramas de enjuiciamiento, como la
anquilosada del derecho procesal civil tradicional, al incorporar algunos de
los principios formativos introducidos por el proceso social, como los
relativos a la supresión de formalismos, la concentración del proceso, la
tutela de la parte débil, las facultades de dirección del juzgador y la
apreciación razonada y crítica de las pruebas, entre otros.[10]
Esta línea de pensamiento, en nombre de los intereses
sociales, considera contraproducente respetar la bilateralidad y la igualdad
procesal de las partes, promoviendo que el juzgador tome activa participación a
favor del litigante débil, a costa de la imparcialidad. Los derechos del hombre
que vive en sociedad son superados por los derechos
de la sociedad, que en realidad dependen del interés del Estado determinados
por sus gobernantes de turno.
El derecho
procesal social al menos presenta algunos inconvenientes si se lo confronta
con los parámetros de un sistema democrático respetuoso de los derechos humanos,
pues si bien puede tener buenas intenciones, colisiona sin dudas con el artículo
10 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros pactos que
integran el Derecho Internacional de los Derechos Humanos que garantizan la
igualdad procesal y el derecho a ser juzgado por un tercero imparcial e independiente.
En la faz técnica y conceptual podemos adelantar
dos críticas al llamado derecho procesal
social:
1. No se diferencian adecuadamente los
conceptos de proceso y de procedimiento.
2. Se anuncia a ciertos “principios” ―rectius, reglas procedimentales― del
derecho procesal social como hallazgos de esta corriente, cuando en realidad
son muy anteriores a sus primeras manifestaciones, pudiéndose verificar algunos
antecedentes en la Ordenanza Josefina de 1781 y en el conocido Reglamento de Franz
Klein para el Imperio Austrohúngaro, dictado en 1895 y que rigió a partir de
1898.
La novedad que efectivamente consagra el
derecho procesal social es su punto de partida: presupone la existencia en el
proceso de una parte que caracteriza como siempre débil ante otra que considera siempre fuerte, que no es otra cosa que el reflejo de una desigualdad real.
Se trata, según esta concepción, de
lograr una igualdad material y no meramente formal ante el ordenamiento
jurídico. Sólo así se otorgarían a las partes las mismas oportunidades en el
proceso[11].
Nuestros reparos a esta postura pasan
por varios meridianos.
En primer lugar, no propone un método serio
que determine la condición de parte débil o fuerte en que se sostiene toda esta
concepción, sino que se prejuzga o establece dogmáticamente de manera general e
invariable para todos los procesos donde se enfrenten representantes de ciertos
grupos ―terratenientes, campesinos, patrones, trabajadores, etcétera―.
Coincidimos con los defensores del derecho procesal social en cuanto a que
en el plano de la realidad social pueden existir indudables diferencias entre los
integrantes de estos grupos. De hecho, es una situación que se verifica a
menudo y resulta indiscutible. Sin embargo, planteamos una segunda objeción: la
“igualación” debe ser justamente en el plano de la realidad social, no en el
plano jurídico-procesal. Si se efectúa solamente en éste es insuficiente y muchas
veces sólo abstracta y teórica; si se realiza en ambos planos es excesiva, pues
iguala primero y desiguala para el otro lado después.
En otras palabras, estamos de acuerdo
en que el legislador, sensible a diferencias sociales, busque desde sus normas
emparejar situaciones para brindar protección a quien en ciertas circunstancias
pueda encontrarse en inferioridad de condiciones: v. gr. estableciendo
privilegios o facilidades para los trabajadores en las leyes laborales como la
presunción de que todo pago recibido por el empleado se reputa con reserva o
hasta el mismísimo principio in dubio pro
operario.
Sin embargo, pretender que el juez
favorezca a una parte porque la cree débil con el objeto de igualarla con la que
considera poderosa sería lo mismo que pedirle al árbitro de un combate de boxeo
que le empiece a pegar a quien va ganando la pelea ―o peor, empezar a golpear
desde el primer round a quien presume ganará― o al referee de fútbol que haga tantos goles como sean necesarios para
que el equipo que va perdiendo logre empatar el partido. La función de la
autoridad (ya sea deportiva o jurisdiccional) no es la de igualar, sino la de juzgar[12]. No podemos olvidar la sustancial diferencia
que en torno a la legitimación presenta el legislador y el juez, desde que
aquél es elegido por el voto popular y éste en la mayoría de los casos no.
Se ha enseñado que se ha llegado a
caracterizar la misión del juez como la de un médico social o de un ingeniero social.
Sin negar las modificaciones sustanciales y multiformes que los tiempos
modernos vienen imponiendo a la concepción tradicional de dicha misión, advierten
otros que, al menos en el estadio actual del desarrollo histórico de nuestros
países, constituiría una vana ilusión el intento de transferir para los órganos
judiciales la responsabilidad por la promoción de cambios cuya iniciativa
primaria corresponde a los poderes strictu
sensu políticos del Estado. El proceso, en realidad, no puede ser el vehículo
principal de anhelos reformistas. No le incumbe esencialmente aplanar
diferencias entre los litigantes en cuanto a la fortuna, a la posición social,
al prestigio, a la cultura, por no hablar de otras que hunden sus raíces en la
misma naturaleza[13].
Téngase en cuenta que el concepto de
proceso entendido como garantía
confiere igualdad de oportunidades a los litigantes de tal manera que no es su
tarea igualar las diferencias que ambos puedan presentar en el plano de la
realidad social. Justamente el gran mérito del proceso es hacer iguales a los
desiguales. Cualquier inobservancia del principio de igualdad rompe el
equilibrio del método de debate y pone en jaque la imparcialidad que debe
mantener quien resuelve el litigio.
Como tercera crítica, lo propuesto por
el derecho procesal social coadyuva a que el proceso se desnaturalice y se
convierta en un trámite amorfo y desentendido de la seguridad jurídica, ya que las
reglas pueden ser modificadas imprevistamente por el magistrado en cualquier
momento, aún luego de finalizado.
Con lo expuesto concluimos que la
propuesta que formula el derecho procesal social para resolver los litigios no
se nutre de un proceso, sino de un
procedimiento cuyo objetivo es crear un marco que favorezca a quien presupone
débil. Por lo tanto, su razón de ser es igualar en el plano jurídico-procesal a
través de la ayuda que el juez proporciona a quien considera débil, centrando
su preocupación más en el resultado del litigio que en la resolución del
conflicto real.
De
esta manera el costo que se paga por la pretendida igualación es la indefensión
de uno de los litigantes. Allí radica el peligro de igualar en el proceso en
vez de hacerlo en el plano social. Más aún: si hay indefensión no hay proceso. Encallamos,
en consecuencia, en una aporía: se propone un proceso que busca la igualdad,
pero que en realidad no es proceso porque engendra indefensión para igualar.
Entonces el derecho procesal social no sólo nos introduce en un laberinto sin
salida, sino que ―como paradoja― presenta su poca utilidad social: o bien no
soluciona los conflictos o bien, al intentar resolver un litigio, devuelve a la
sociedad otro conflicto ―que puede ser planteado en base al estado de
indefensión que genera su propio intento de igualación en el proceso, que en
verdad se transforma en mero procedimiento―.
[5] Cfr. Santos
Azuela, Héctor, op. cit., pp.
576-577.
[11] Nótese que en Colombia, donde rige un Estado Social de Derecho a partir
de su Constitución Política de 1991, recepta esta idea el flamante Código
General del Proceso, aprobado el 12 de julio de 2012. Dentro de las
disposiciones generales, el art. 4 reza: Igualdad
de las partes. El juez debe hacer uso de los poderes que este código le otorga
para lograr la igualdad real de las partes.
[13] Cfr. Barbosa Moreira, José Carlos: “Dimensiones sociales
del proceso civil”, texto de la conferencia dictada el 18/8/86 en el Colegio de
Abogados de Panamá, Revista Uruguaya de
Derecho Procesal N° 4, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo,
1986, p. 429.