Sumario
1. Introducción. — 2.
Los derechos humanos y el proceso. — 3. El hombre como punto de partida
de un modelo de enjuiciamiento. — 4. El proceso. 4.1. Las notas constitutivas del
proceso. 4.1.1. La conducta. 4.1.2. La serie. 4.1.3. La nota distintiva: la proyectividad. 4.2. Reflexiones
sobre la causa, razón, fin y objeto del proceso. 4.3. La
actividad procedimental y el control de los sujetos procesales. 4.4. La
garantía del proceso, método de debate. — 5. El procedimiento. — 6. Proceso, procedimiento e imparcialidad
en sentido amplio. — 7. Consideraciones sobre el sintagma debido proceso. — 8. El proceso, vinculado a los derechos humanos y
la democracia. —9. Conclusión
1. Introducción
En la
Latinoamérica procesal de estos días, la confrontación de ideas entre el activismo jurisdiccional y el garantismo procesal se ha ganado la
atención no sólo de los académicos, sino también de abogados litigantes y de
diversos operadores jurídicos, pues el debate aporta útiles insumos al sistema
de enjuiciamiento.
Debemos
reconocer que, por herencia de las tradiciones española y portuguesa, aún hoy
se mantiene demasiado arraigada la cultura —por no decir la mentalidad— inquisitiva,
lo que ayuda a explicar la persistencia del autoritarismo en las estructuras,
normas y conductas del quehacer jurisdiccional. En este contexto, no se ofrece
mayor resistencia a todo intento que apunte a la construcción de un sistema de
justicia a partir de la autoridad que la imparte. Sentido en el que avanzan
nuestros códigos de procedimientos civiles, elaborados primordialmente a la
medida de la jurisdicción. Por consiguiente, no llama la atención que los
últimos proyectos presentados —casos de Chile y Brasil, por ejemplo— o hasta códigos
aprobados recientemente —Colombia y Bolivia— insistan con la misma medicina. Aunque
puede parecer paradójico que, mientras el procesalismo penal acentúa su
migración hacia el sistema acusatorio, el procesalismo civil insista con antiguas
recetas cuya fórmula solo atina al aumento de la dosis de inquisitivismo.
Volvamos,
luego de la digresión precedente, a los actores del debate actual en el interior
del procesalismo. El corrientemente denominado activismo judicial o, más propiamente, jurisdiccional —antaño elegantemente conocido como publicismo— defiende una visión
estatista y paternalista de un proceso confundido conceptualmente con el
procedimiento, que siempre en mayor o menor proporción abreva en el
inquisitivismo. De este modo emerge el protagonismo de los jueces —fomentándose
el intervencionismo procesal— que a
su turno ven facilitadas sus reivindicaciones como factor de poder.
El garantismo procesal —que no debe
confundirse con el abolicionismo penal, ni con ninguna teoría que predique
favores para ciertos sujetos procesales— en cambio, se preocupa por la persona
que recurre a la justicia y busca, a partir de ella, edificar un modelo de
enjuiciamiento donde el proceso es garantía y herramienta de efectivización de
derechos humanos. La mirada se posa en el derecho de defensa que las partes
ejercen en el proceso ante un juez imparcial e independiente. Esta línea de
pensamiento viene tomando fuerza en los últimos años, pero necesita ser mejor
explicada: el adjetivo garantista
tiene frecuente utilización peyorativa —sobre todo en medios de comunicación— para
subrayar casos donde los imputados son beneficiados por alguna medida en
procesos penales. Sin embargo, el garantismo procesal es algo muy distinto,
desde que propone un proceso como método de debate respetuoso de dos principios
básicos: igualdad jurídica de las partes e imparcialidad e independencia del
juzgador.
Lo antes
expuesto exhibe de alguna manera el propósito de este trabajo: demostrar por
qué las ideas del garantismo procesal
permiten la efectivización de los derechos humanos, con pleno respeto de ellos. Aceptamos que en estos tiempos asistimos a un fenómeno de
excesiva juridificación —donde las
líneas divisorias entre derecho y política ya no son nítidas ni fáciles de
determinar—, de reiterados incumplimientos de la administración —que dejan
insatisfechas demandas de derechos sociales— y de fallas en el sistema
político, jurídico, económico y social que convierten al Poder Judicial en la
última alternativa para la persona de carne y huesos. Pero esta realidad no
debe obnubilarnos, al punto de terminar transfiriendo los mecanismos de
activación de efectivización de derechos humanos de sus titulares a manos del
poder, y más precisamente de los jueces.
Un sistema
social, político y jurídico que privilegie al hombre necesariamente debe
declarar, reconocer ―explícita o implícitamente― y promover un núcleo de
derechos preexistentes que son inherentes a la persona humana, en cuyo seno
encontramos un cúmulo de instrumentos que hacen a su protección, que comparten
con los derechos humanos su génesis en la dignidad humana. Entre ellas,
sobresale la garantía de garantías: el proceso, al que se arriba desde un
derecho humano ―el de peticionar a las autoridades, que permite el acceso a la
justicia― para convertirse en el ámbito natural de resguardo y ejercicio pleno
de otro derecho humano ―el de defensa en juicio―, al tiempo que se funda en
otros derechos que más adelante mencionaremos.
Para
cumplir los objetivos fijados —y siempre en el campo especulativo―
incursionaremos en la fijación de un marco conceptual basado en la teoría garantista
bien entendida, que nos permita reflexionar si es posible contribuir a la
efectivización de los derechos humanos en un sistema democrático a partir de un
modelo de enjuiciamiento cuyo eje central sea el proceso como método de debate.
2. Los derechos
humanos y el proceso
Casi por
inercia, gran parte de las explicaciones sobre el derecho siguen alimentándose con
ideas de otros tiempos, donde ni por asomo se vislumbraba un Derecho
Internacional de los Derechos Humanos que trasladara el epicentro de la
soberanía y la autoridad a la persona humana. Puede resultar curioso, pero
muchas veces los derechos humanos ―incluyendo variada terminología, como
derechos del hombre, fundamentales, morales[1], inherentes a la persona, naturales, esenciales,
etcétera― se consideran para todo, salvo para intentar establecer la definición
del derecho.
El profesor
Javier Hervada nos ilustra
brillantemente al respecto. Destaca que comúnmente se entiende por derechos
humanos aquellos derechos que el hombre tiene por su dignidad de persona[2] ―o, si se prefiere, aquellos derechos inherentes a la
condición humana― que deben ser reconocidos por las leyes. Dado que preexisten
a las leyes positivas, ellas los declaran y reconocen ―y nunca los otorgan o
conceden―[3], de manera tal que son consideradas justas si
respetan los derechos humanos, e injustas y opresoras si son contrarias a ellos[4]; incluso se admite que la falta de reconocimiento
genera legitimidad al recurso a la resistencia ―activa o pasiva―[5].
Si los
derechos humanos ―continúa el jurista de la Universidad de Navarra― no
constituyen un espejismo, parece claro que tienen una relación íntima con el
concepto de derecho. No obstante, los filósofos del derecho, al intentar llegar
a un concepto de derecho, no han tenido en cuenta ―al menos en debida
proporción― los derechos humanos. A partir de allí, Hervada subraya la contradicción en que incurren los
filósofos y juristas que niegan que los derechos humanos sean propiamente
derechos: siguen llamándoles derechos, pero en realidad estiman que se trata
más bien de valores, postulados políticos, exigencias sociológicas, etcétera. Y
remata que el origen de estas opiniones se encuentra en la negación a que pueda
preexistir un derecho fuera de la concesión u otorgamiento de la ley positiva,
ya que consideran únicamente a ésta como verdadero derecho[6].
Sin dudas,
los apuntes precedentes nos ayudan a reflexionar sobre dos aspectos que bien
merecen ser tomados en consideración.
En primer
lugar, el recurrente anuncio desde
distintas corrientes que ensalzan la importancia de los derechos humanos para
el mundo jurídico, muestra paradójicamente a esos mismos derechos humanos al
margen de toda definición de derecho. En segunda posición, parece quedar al
descubierto cierta inconsistencia argumental en el juspositivismo que asimila y
limita el derecho a la ley positiva, pues queda huérfana de explicación la
innegable preexistencia de los derechos humanos respecto al ordenamiento
jurídico positivo: aquéllos nacen con el hombre, transmiten o proyectan un
contenido inmanente de justicia y son inherentes a la persona humana, creadora
del ordenamiento aludido en su propio beneficio ―de allí que éste los declara y
reconoce―. Incluso, cuesta disimular las dificultades de acercamiento de esta
línea de pensamiento filosófico con el Derecho Internacional de los Derechos
Humanos, que en los pactos y tratados internacionales que lo integra
decididamente se ha inclinado por la terminología y la orientación
jusnaturalista, única compatible con un sistema de derechos preocupado por la
persona humana y su dignidad, y que implícitamente trae aparejado un núcleo de derechos
distinguible del derecho positivo. Igual suerte corren las ideas culturalistas,
pues en definitiva no dejan de sostener que los derechos humanos constituyen
una creación o producto del propio hombre, desconociendo su carácter de
esencialidad e inherencia a su ser.
Por
consiguiente podemos concluir que, si se acepta sin cortapisas al Derecho
Internacional de los Derechos Humanos, debe admitirse al menos que tanto el
derecho positivo como el derecho natural son parte de un sistema jurídico que,
si bien debe ocuparse de regular las relaciones intersubjetivas, únicamente
puede construirse y sostenerse a partir de la declaración, reconocimiento y
protección de los derechos que son inherentes a la naturaleza y dignidad humanas,
garantizados por algún medio respetuoso de ellos. De lo contrario, no superarán
la categoría de derechos nominales:
no funcionarán como derechos por su propia endeblez e incompletitud. Allí
comienza a tallar el problema de la efectivización.
Aceptando
que no podemos insistir en analizar el derecho sin considerar los derechos
humanos, sería contradictorio proponer herramientas o instrumentos para su
resguardo que no los respeten. Resulta ineludible, pues, que el derecho
procesal revise y repiense sus conceptos fundamentales, figuras y teorías.
Su objeto
de estudio ―el proceso― no queda al margen de la cuestión. Es la garantía de
garantías o, si se quiere, garantía
humana que ultima ratio el sistema
necesariamente debe reconocer como perteneciente al hombre, a fin de que los
derechos no se limiten a la inerte declaratividad del papel; además pueden así
cobrar vida en la plenitud de su respeto y ejercicio.
Lo expuesto
alcanza para vislumbrar que un sistema que reconoce los derechos humanos,
inexorablemente, debe hospedar un proceso jurisdiccional que los respete.
Porque de no ser así, asomará una aporía: cada vez que se logre el respeto de
algún derecho a través del proceso se estará violando algún derecho humano.
Esta afirmación, que puede parecer un tanto despiadada, se verifica cotidianamente
en los ordenamientos legales que no respetan adecuadamente el derecho humano de
defensa en juicio, por lo que el proceso puede ser suplantado por mero
procedimiento de modo tal que, en definitiva, los derechos terminan dependiendo
de un acto voluntarista emanado desde el poder, con prescindencia de lo que
puedan hacer sus titulares.
Antes de
profundizar el examen sobre el proceso ―partiendo de los derechos humanos― importa
subrayar someramente la importancia de su deslinde conceptual con el
procedimiento.
Si entendemos
que el proceso es el objeto de estudio de nuestra disciplina y que representa
la garantía de efectivización de los derechos, su concepto no puede pasar a
segundo plano ni confundirse con otros. Por lo tanto, es posible hasta forjar nuevos horizontes en la medida en que se acierte
con el mensaje que se transmita para el entendimiento de la diferenciación conceptual
entre proceso y procedimiento. Se trata de un aspecto medular que hace resalir
una identidad propia como disciplina jurídica.
Repetida desatención en
el uso del lenguaje procesal lleva a que más de una vez nos encontremos con el
empleo indistinto de ambos términos, inconveniente que proviene de su uso
corriente. Aún hoy es habitual utilizarlos como sinónimos en fallos de
importantes tribunales, en reconocidos trabajos doctrinarios, en temarios y
ponencias de congresos de la materia y en códigos y normas sancionados
últimamente. Menciones al proceso concursal, proceso monitorio y proceso
sucesorio siguen siendo muy sencillas de encontrar.
Ya hace tiempo que algunos autores ―como Francesco
Carnelutti― han detectado
correctamente el problema que crea para el estudio del derecho procesal el
lenguaje corriente, en razón de la afinidad de los vocablos proceso y
procedimiento. Desde el punto de vista del uso común ―decía el maestro italiano―
se puede considerar que se trata de dos sinónimos, pero en el uso de la ciencia
del derecho tienen significados profundamente diversos; desgraciadamente los
juristas, no habituados todavía al rigor en la elección de las palabras, los
cambian a menudo, con resultados deplorables para la claridad de la exposición[7]. La doctrina,
en líneas generales, no ha logrado dar adecuada solución conceptual al costado
diferenciador entre proceso y procedimiento.
La autonomía lógico-jurídica de las dos
figuras permite que sus elementos y estructuras sean considerados por separado,
aunque en la práctica reiteradamente se presenten yuxtapuestas. Tal vez esta
coincidencia temporal en cuanto a la manifestación haya provocado alguna confusión[8].
Reviste especial interés desmembrar y
apreciar adecuadamente el proceso y el procedimiento para un estudio
sistemático y con aspiraciones metodológicas científicas de nuestra disciplina
en dirección hacia el hombre y los derechos humanos, dadas sus implicancias no
sólo teóricas, sino también empíricas. Como aperitivo del desarrollo venidero, podemos
indicar que el procedimiento aparece en todas las instancias y el proceso sólo es hallable en la acción procesal y no
en las restantes instancias. De lo
que puede extraerse que todo proceso necesariamente contiene un procedimiento,
pero no todo procedimiento constituye un proceso.
De lo anterior extraemos la primera pista
para explicar ambos conceptos: el recurrente concepto de instancia ―que en el sentido aquí otorgado, nada tiene que ver con
el grado de conocimiento judicial―. Por allí comenzaremos.
3. El hombre como punto de partida de un modelo de
enjuiciamiento
El genial profesor uruguayo Dante Barrios de Ángelis, fallecido en 2009, enseñaba
que era apropiado comenzar por la determinación del concepto, pero antes de
fijarlo convenía delimitar su alcance, frente al que podía haberle correspondido
a la noción, puesto que noción y concepto son magnitudes confundibles. Así,
estimaba que noción es entendimiento
primario, impreciso pero suficiente para distinguir su objeto de otro objeto,
toda vez que no se lo someta a un análisis riguroso. Concepto, al contrario, es un pensamiento que describe de modo
inequívoco un objeto; se diferencia de la definición en que ésta explicita
enteramente los contenidos de un concepto[9].
Para que el concepto de proceso sea
edificado con los derechos humanos, se precisa que compartan un objetivo: el
respeto por la dignidad de la persona humana. Así, el punto de inicio y eje
común es el hombre.
Esta perspectiva, trasladada al plano
teórico, nos conduce a la idea de instancia
en la acepción utilizada que ―como expresamos― en esta ocasión no queda ligada
con los distintos grados de conocimiento judicial. Será considerada, en cambio,
como una derivación del derecho fundamental de peticionar a las autoridades
―consagrada explícita o implícitamente[10] en constituciones
y tratados internacionales de derechos humanos[11]― y del
dinamismo que le reconocemos a la norma procedimental ―dado que su estructura
no es disyuntiva como en la norma estática, sino que tiene continuidad
consecuencial pues a partir de una conducta encadena imperativamente una
secuencia de conductas―[12].
Se ha
comentado, siguiendo a Eduardo Couture,
que el descubrimiento de Briseño Sierra ―al
captar la estructura dinámica
de la norma procedimental― vino a tener la misma significancia científica que,
para la física moderna, asumió la división del átomo. Es que este dinamismo ilumina íntegramente el fenómeno de
la acción y del proceso, permitiendo su plena comprensión[13].
Por nuestro lado, destacamos que los profundos estudios del jurista mexicano
citado se han transformado en punto de partida para la elaboración de una estructura
sistémica procesal que vincula al hombre con los derechos fundamentales, sin
soslayar ni a las disposiciones constitucionales ni al Derecho Internacional de
los Derechos Humanos. Desde el concepto de instancia la iniciativa es retenida
por la persona humana, privilegiándose así a quienes recurren a la justicia.
El
reconocimiento del derecho humano de peticionar a las autoridades permite la
vida en libertad y el irrestricto respeto de los derechos, pues de lo contrario
las personas quedarían a merced de la voluntad del poder y sin participación
alguna. Es una civilizada manera de vincular al hombre con el Estado, de
expresarse para ser oído y de obtener una resolución acorde al derecho. De allí
que todo sistema jurídico que se precie de democrático contemple esta posibilidad,
ya sea ―tal como asentamos― explícita o implícitamente.
Desde este
ángulo, la instancia es el derecho que tiene una persona de dirigirse a la
autoridad para obtener de ella, luego de un procedimiento, una respuesta cuyo
contenido no puede precisarse de antemano[14].
Con este concepto, junto a la idea de dinamismo, el derecho procesal logra
nuevos bríos, a partir de ideas gestadas hace medio siglo y que continúan en constante
expansión hasta nuestros días, a raíz de su acercamiento con los derechos humanos.
Ya el aquí
recordado Eduardo Couture en el
primer tomo de sus Estudios de derecho
procesal civil[15] venía
aceptando la importancia del derecho constitucional de petición desde que la
acción procesal constituía una forma típica de aquél al ser su especie,
haciendo evolucionar el aporte del constitucionalismo del siglo XIX que, desde
entonces, consideraba a la ley procesal como la norma reglamentaria del
susodicho derecho de peticionar. Sin embargo, el notable avance lo genera
Humberto Briseño Sierra poco
tiempo después, al no limitar su concepción a la petición sino al incorporar la
noción de instancia y lograr clasificarla en seis posibles: petición, denuncia,
querella, queja, reacertamiento y
acción procesal[16].
La petición es
una declaración de voluntad con el fin de obtener un permiso, habilitación o
licencia de la autoridad; la denuncia es una simple participación de conocimiento
a la autoridad; la querella es una declaración de voluntad para que se aplique
una sanción a un tercero; la queja es la instancia dirigida al superior
jerárquico ante la inactividad del inferior para que lo controle y eventualmente
sancione; el reacertamiento también
se dirige al superior jerárquico pero con el fin de que revoque una resolución
del subordinado. Puede advertirse un detalle no menor: que estas cinco clases
de instancias presentan una relación dinámica sólo entre dos sujetos, que
actúan como peticionante y como autoridad.
La acción
procesal, en cambio, es el único tipo de instancia que enlaza a tres sujetos:
actor o acusador, demandado o reo y autoridad ―juez o árbitro―. Por
consiguiente, exclusivamente la acción procesal constituye una instancia
proyectiva o necesariamente bilateralizada, presentando una estructura inconfundible
con las otras cinco. Se trata de un derecho, no un hecho, que contiene una pretensión
de carácter conflictivo ―ya que son dos partes las que discuten sobre su
concesión― que arranca de su titular, pasa por la jurisdicción y termina en el
ámbito jurídico de quien debe reaccionar, aunque no lo haga[17].
Este derecho de acción presenta siempre igual esquema, sin que en absoluto lo
modifique la materia pretensional que incluya, nota que reafirma una posición
unitaria del derecho procesal.
Con estas
sucintas referencias a la instancia y su clasificación, estamos en condiciones de
ingresar a los dominios del proceso y del procedimiento.
Más allá de
las numerosas definiciones dadas por la doctrina sobre el proceso, nos interesa
particularmente examinarlo como garantía[18] para el
resguardo de derechos reconocidos explícita o implícitamente, respetando
cierta metodología y sistematización. Esta
plataforma ―per se― descarta aquellos
intentos basados en la fusión o amalgama conceptual entre proceso y procedimiento.
Sin embargo, lo apreciado no basta para acceder al entendimiento cognoscitivo
del proceso, pues es menester, ante todo, la observación de sus datos
esenciales. Entonces, habrá que hallar y examinar sus notas constitutivas
primero y establecer luego cuál es su nota distintiva, aquélla que lo hace inconfundible.
4.1. Las notas constitutivas del proceso
Las notas
constitutivas del proceso hacen a su esencia, de tal suerte que la ausencia de
al menos una de ellas indicará que estamos frente a otro fenómeno. Para
hallarlas apuntaremos a los datos cuantificables que lo integran, que a su vez
se evidencian o patentizan en las conductas de los sujetos principales que en
él actúan.
El aspecto
constitutivo e imprescindible está compuesto por conductas ―comprendiendo las
omisivas, como en el caso de la contumacia, la rebeldía o abandono del
proceso―. Estas conductas serán llevadas a cabo por el demandante, la autoridad
que juzga y el demandado ―y en su caso, los terceros que se conviertan en
partes procesales― y se repiten en serie con la particularidad de que tienen un
carácter proyectivo, pues son enlazadas por la acción procesal ―única instancia
proyectiva―.
El proceso
―según enseñanzas de Humberto Briseño
Sierra― es, entonces, una serie de actos proyectivos. Si la índole
institucional explica la coexistencia de normas públicas y privadas, principio
de transitividad, la nota referente a la serie destaca el dinamismo o la
continuidad del dinamismo de las instancias que, de por sí, son proyectivas.
Pero el dinamismo de la serie ―agrega el autor en cita― es algo más que
movimiento conceptuado, es progreso, es avance[19].
Lo propio, lo exclusivo del proceso es el seriar las instancias o los actos
proyectivos[20]. Los
elementos son los actos proyectivos y la estructura es la serie[21].
En
consecuencia, entendemos que la conducta, la serie y la proyectividad son notas
constitutivas del proceso. A continuación las examinaremos brevemente.
4.1.1. La conducta
En primer
lugar, expusimos que el proceso se genera a partir de conductas humanas
―incluso omisivas― de sujetos, agregando que se conectan por medio de un
procedimiento y que se exteriorizan canalizándose por algún medio de expresión
respetando ciertas condiciones de lugar, tiempo y forma.
Empero, la
actividad es nota constitutiva mas no distintiva del proceso, pues también el
procedimiento se edifica con actos. Profundizando la observación dirigiéndose a
la praxis, se ha advertido sobre
casos donde un mismo acto que sirve al proceso es utilizado en el
procedimiento, cuestión que parecería absurda o hasta contradictoria si no
fuera porque todo acto tiene una manifestación y varios significados[22].
Entonces, la misma conducta es suficiente para promover la iniciación de la
secuencia de conexiones y la iniciación de la instancia proyectiva; no hay
necesidad de dos escritos, uno en que se consigne la conexión y otro en que se
concreten las pretensiones que hacen de la instancia el sentido de
proyectividad[23]. Lo expuesto
sintoniza con la apuntada necesidad que tiene todo proceso de contener un
procedimiento.
4.1.2. La serie
La segunda
nota constitutiva del proceso es la serie, estructura que tiene su importancia
no sólo por vincular ordenadamente conductas y proyectividad, sino porque
contribuye con el dinamismo de las instancias bilaterales.
Este aporte
dinámico hace inevitable el tratamiento de lo que se entiende por serie en la
elaboración del concepto en examen. Quien, a nuestro juicio, ha presentado una
insuperable explicación sobre este punto es el profesor argentino Adolfo Alvarado Velloso. Nos permitiremos tomar
de su obra lo pertinente.
Castizamente,
serie es el conjunto de cosas relacionadas entre sí y que se suceden unas a
otras. Pero esta noción muestra numerosas aplicaciones en el lenguaje
corriente. Así, aparecen las series aritméticas (1-2-3-4-5), geométricas
(2-4-8-16-32), alfabéticas (a-b-c-d-e), cronológicas (enero-febrero-marzo-abril
y lunes-martes-miércoles-jueves), etcétera, resultando de fácil comprensión por
todos[24].
Estos ejemplos
tienen como particularidad que un elemento de la serie sucede necesariamente a
otro en la composición del total pero puede ser extraído de ella para tomar
vida propia. Es decir que el significado de cualquiera de estos elementos no
varía, integre o no la serie que compone. Inclusive, a veces si se toman dos o
más elementos de la serie y se los extrae de ella, pueden combinarse entre sí
logrando resultados diferentes ―v. gr., con el 1 y el 2 se puede formar el 12 o
el 21―[25].
Lo anterior
nos avisa que la serie que es nota constitutiva del proceso debe precisarse en
mayor medida. De allí que Alvarado
Velloso entienda que se trata no de cualquier tipo de serie, sino
específicamente de una serie lógica. Se apoya en que ella se puede presentar
siempre de una misma e idéntica manera, careciendo de toda significación el
aislamiento de uno cualquiera de sus términos o la combinación de dos o más en
un orden diferente al propio de la serie. Lo lógico de la serie procesal es su
propia composición, ya que siempre habrá de exhibir cuatro fases ―ni más ni
menos― en un orden determinado: afirmación-negación-confirmación-evaluación[26]. El carácter
lógico de la serie ―remata― se presenta irrebatible a poco que se advierta que
las fases del proceso son las que deben ser ―por una lógica formal― y que se
hallan colocadas en el único orden posible de aceptar en un plano de absoluta
racionalidad[27].
Cabe
intercalar algunas enseñanzas de la epistemología surgidas de la pluma del
inolvidable Juan Samaja, que
resultan de gran utilidad y aplicación al tema que estamos abordando, al
explicar su preferencia por el empleo del término fases en vez de etapas,
porque este último acarrea una metáfora mecánica, aludiendo a estaciones de un
cierto camino. Por el contrario, al hacer mención a fase se introduce una
metáfora más rica y más próxima a la complejidad real de las relaciones que se
dan entre los componentes. A lo que se suma que el análisis sistemático de cada
una de las fases en sus componentes presenta dificultades no sólo en cómo
llevar a cabo el aislamiento de tales unidades concretas de acción, sino
también en cuanto a cómo pensar y preservar las vinculaciones y transiciones
entre ellas[28].
El carácter
lógico de la serie procesal respetuosa de un orden que resta utilidad a la
separación de sus componentes, hace preferible la mención de fases en vez de
etapas. La seriación dinámica de conductas proyectivas del proceso obedece a un
orden que respeta su esencia, a la cual debe ajustarse el procedimiento que sigue
a fin de no desnaturalizarlo. Sin embargo, tampoco estamos ante la nota
distintiva, ya que en el procedimiento también se observa la serie.
4.1.3. La nota distintiva: la proyectividad
Arribamos así
a la tercera nota constitutiva, que es la proyectividad. Para explicarla,
debemos tener en cuenta el concepto de instancia y su clasificación ―que ya
señalamos― prestando especial atención a la acción procesal, único tipo de
instancia que enlaza a tres sujetos: actor o acusador, demandado o reo y
autoridad ―juez o árbitro―. La proyectividad hace que el accionar del actor llegue
primero a la autoridad y que de ella ―dictando un proveído de traslado― arribe
al demandado ―para que pueda ejercer su derecho de defensa―. El camino inverso
se transita en caso de reacción procesal de éste.
El marco
teórico descrito explica dos cuestiones sustanciales que son cruciales:
a) como la
sentencia no integra el proceso, sino que es su objetivo, necesariamente
protege en iguales condiciones, para ambas partes, el derecho a ser oído por la
autoridad antes de resolver heterocompositivamente el litigio;
b) que la
autoridad, como sujeto del proceso, no se entrometa en el debate. Su actuación
igualmente es imprescindible al tener una misión primordial: resolver ante cada
acto procedimental recibido de cualquiera de las partes si debe proyectarse y,
por lo tanto, trascender al proceso.
La
proyectividad del accionar está lógico-jurídicamente prevista para originar una
serie de dos, tres o más fases continuadas. La serie de instancias proyectivas
explica la existencia de una figura dinámica, en busca de una resolución, de
una actuación del tercero imparcial que recaiga cuando el proceso mismo haya
terminado[29]. Y en
esta serie no puede eliminarse la naturaleza proyectiva de las conductas[30], porque
si no hay proyección sólo encontraremos conexión, transportándonos al campo del
procedimiento no procesal.
Por
consiguiente, la proyectividad no sólo es nota constitutiva de la esencia del
proceso, sino que debe ser destacada como su elemento distintivo. De tal modo, representa
su reducción eidética, detectable en relación a conductas seriadas de los
sujetos principales.
Para finalizar
este punto, recordamos que así como para Humberto Briseño Sierra ―una vez desmenuzado el estudio de sus notas
constitutivas e individualizada la distintiva― el proceso es una serie de actos
proyectivos, para Alvarado Velloso
significa una serie lógica y consecuencial de instancias bilaterales conectadas
entre sí por la autoridad ―juez o árbitro―[31],
adoptando similar posición metodológica y conceptual. En definitiva, cuando hacemos
mención al proceso en esencia, nos estamos refiriendo a una serie dinámica de
actos jurídicos procedimentales que incluyen un significado procesal que son
recibidos por la otra parte a través de una autoridad que los proyecta. Con
este esquema, queda asegurado el pleno ejercicio del derecho fundamental de
defensa en juicio de ambos contrincantes en igualdad de condiciones jurídicas.
4.2. Reflexiones sobre la causa, razón, fin y objeto del
proceso
El derecho
―expresa el jurista argentino Ariel Álvarez
Gardiol― no es solamente una realidad material y de ribetes
lógico-abstractos pues, si así fuese, su estructura ontológica quedaría
reducida a un conjunto de palabras más o menos ordenadas. Por el contrario, el
derecho pretende estar en la vida e introducirse con un sentido de practicidad
funcional que regula y, en alguna medida,
transforma la vida comunitaria[32]. En este
sentido, los esfuerzos del derecho procesal en el campo conceptual abstracto
deben trascender a la vida social en democracia para volcar su aporte a la
persona humana.
De los
laboratorios procesales pueden surgir toda clase de códigos, figuras o
recomendaciones que a su vez pueden ser adoptados por diferentes formas de
Estado ―totalitarismo, autoritarismo y democracia―. De allí que un sector
propició y difundió una visión aséptica de la disciplina que únicamente pretendía
cobijar tecnicismos.
Sin embargo, esta posición fomentó un
desarrollo introvertido del procesalismo sin mayores avances en la exploración
junto a otros campos del saber jurídico o del conocimiento humano. Para colmo,
este aislamiento fue útil a la hora de sostener códigos y normas desentendidas
de la ideología política del Estado en que regían. No tardaron en aparecer
fricciones entre los ordenamientos procedimentales y los postulados
constitucionales en muchos países, que a la postre influyeron negativamente en
la respuesta brindada por sus sistemas de justicia.
Si la democracia necesita del proceso
jurisdiccional para efectivizar en última instancia los derechos humanos, va de
suyo que el sistema democrático sólo puede alojar un proceso que comparta y
respete sus valores. Se observa en lo apuntado que circunscribir el derecho
procesal sólo a lo técnico se ve desbordado por la necesidad de cotejar las
propuestas con muchas otras variables. Así como el ideal de democracia consta
de una dimensión formal y una sustancial[33], el proceso
jurisdiccional como garantía no puede abstraerse de este entorno, y es así que
cuenta con una propia dimensión formal en el procedimiento y una sustancial en el
respeto a los derechos humanos.
Lo expuesto pone de relieve la importancia de conocer, al menos,
cuál es el punto de partida que se ha tomado para la construcción del
método de enjuiciamiento, que puede situarse o bien en la jurisdicción o bien
en la acción procesal[35]. La primera
alternativa hará que prevalezca el interés y protagonismo de la autoridad,
imprimiéndole un carácter de tendencia estatista; la segunda, facilitará el
desarrollo de un concepto de proceso pro
homine.
Si la abstracción del concepto logra de
alguna manera influir en lo concreto a través de acciones, de conductas, de
prácticas, mejorando o explicando cierto aspecto de la vida del hombre, se
convertirá en un verdadero aporte. Si trasladamos la noción de proceso que
elegimos allí donde aparece una persona que busca el respeto de su derecho,
advertiremos que mediante el ejercicio de la acción procesal transforma el
conflicto ―hallable en el plano de la realidad social― en litigio ―plano
jurídico― exteriorizándose mediante la presentación de la demanda o la
acusación ―documentos continentes de la pretensión procesal― ante una autoridad
que la proyecta al demandado. Hacen así su aparición tres términos cercanamente
relacionados, pero que no deben confundirse: acción procesal, pretensión
procesal y demanda o acusación.
Si la demanda o la acusación ―que debe
necesariamente incluir al menos una pretensión procesal― se bilateraliza o es proyectada
por la autoridad, no sólo provoca el fenómeno jurídico de la acción procesal,
sino que además da origen a un proceso cuando esa proyección se materializa con
su conocimiento por el demandado.
Con lo explicado, estamos en condiciones
de volcar algunas reflexiones en relación a cuatro aspectos del proceso sobre
los que se puede discutir largo y tendido: su causa, su razón de ser, su fin u
objetivo y su objeto.
El proceso, que se cristaliza en el plano jurídico,
tiene su causa en el plano de la
realidad social en un conflicto intersubjetivo
de intereses. Entendemos por éste al fenómeno de coexistencia de una
pretensión y de una resistencia acerca de un mismo bien en el aludido plano de
la realidad social[36].
En tal sentido, se afirma que los derechos humanos consisten en
unos bienes atribuidos por naturaleza a la persona, que le son debidos,
generando así, en los demás hombres, el respeto de esos bienes. Y en el
cumplimiento de esta deuda, que es el supuesto del uso y disfrute normal y
pacífico de los derechos, consiste la justicia, la sociedad justa[37]. La oposición a lo que
se considera debido es lo que genera el conflicto, causa a su vez del proceso ―medio
de resolución heterocompositiva del litigio― ante el fracaso, inviabilidad,
negación o no utilización de otras vías pacíficas de disolución ―autodefensa y
autocomposición―.
Para determinar la razón
de ser del proceso vale recordar su correlato histórico con cierta
necesidad de la humanidad de reemplazar la razón de la fuerza por la fuerza de
la razón, para lo cual se organizó un método de debate ante un tercero
imparcial encargado de resolver. Surge claro, entonces, que la razón de ser del
proceso es la erradicación de toda fuerza ilegítima dentro de una sociedad dada
para mantener un estado perpetuo de paz social, evitando que los particulares
se hagan justicia por mano propia[38].
En relación al fin
del proceso, las opiniones discordantes no se hacen esperar. Mucho tiene que
ver en ello la poca profundidad en la determinación de otros conceptos basales
que sirven de plataforma a la idea, la preferencia por cierta injerencia del
juzgador en el debate o, directamente, la inclusión de la sentencia como un
acto más del proceso ―cuando, en rigor de verdad, presenta diferente naturaleza―.
Si no se atiende acabadamente al concepto de proceso, si se lo confunde con el
de procedimiento, no se establecen con claridad sus etapas y no se distingue su
objeto y su fin, todo lo que se afirme sobre éste transitará por un pantano.
Para nosotros ―siendo coherentes con lo expuesto en relación a
sus notas constitutivas― el fin u objetivo del proceso no es otro que la sentencia
que resuelve el litigio ―también conocida como resolución de fondo―, que se
halla fuera de la estructura de la serie procesal ―que, conforme vimos supra, 5.1.2., está compuesta por las fases
de afirmación, negación, confirmación y evaluación o alegación―. Esta idea
tiene su relevancia, pues el pronunciamiento se dicta una vez que el proceso
―método de debate pacífico― ya terminó. De allí que algunos autores sostengan
su carácter extraprocesal, considerándola una resolución meramente judicial, y
otros hagan referencia a la nota distintiva de la especie sentencia en relación al género resoluciones,
recordando que aquélla es continente del fallo, el cual tiene trascendencia
jurídica metaprocesal[39]. El
sentenciar, que es una actividad típica de la autoridad que juzga, significa resolver
las pretensiones procesales de las partes tratadas en el marco del debate ―bajo
estricto respeto de sus reglas y principios―, una vez que ha concluido.
Se ha expuesto que toda la serie procesal
tiende a obtener una declaración de la autoridad ―juez o árbitro― ante quien se
presenta el litigio. Tal declaración se efectúa en la sentencia, que es el acto
que resuelve heterocompositivamente el litigio ya procesado[40].
En definitiva, al entender que la
sentencia es el objetivo del proceso, se realza la importancia del debate y se
posibilita el respeto de los principios de igualdad jurídica de las partes y de
imparcialidad del juzgador, concretando de este modo nuestra aspiración de
contar con un proceso como garantía de garantías.
El fin u objetivo del proceso ―la
sentencia definitiva― debe diferenciarse del cuarto aspecto prometido: el objeto del proceso ―que es lo debatido―.
Quizá parte del desconcierto aparece cuando se utiliza la voz objeto (del latín obiectus)
en la cuarta
acepción de la vigésimo segunda edición del Diccionario de la Real Academia
Española : fin o intento a que se dirige o encamina una acción u
operación.
Pese a que es un aspecto donde la doctrina
sigue dejando interrogantes, el objeto del proceso no es el conflicto sustantivo, sino
que el thema decidendum es el debate
procesal, que lo delimita. Ahondando en el punto, se opina que puede contener
pretensiones sustantivas si se trata de relaciones civiles llamadas
disponibles, pero también puede referirse a meras pretensiones procesales ―como
la peculiar del ministerio público en lo penal, o la de los justiciables particulares
en materias indisponibles como el divorcio, la filiación, el parentesco,
etcétera, que no son posibles de satisfacer antes o fuera del proceso―. Y en
ello radica el sentenciar: resolver un contraste de pretensiones procesales,
que dentro de la serie de actos proyectivos forma el debate. El tema de la
sentencia coincide, entonces, con el objeto procesal[41].
4.3. La actividad
procedimental y el control de los sujetos procesales
Si por un instante incursionamos en la
esfera de la pura actividad procedimental y nos enfocamos en la que realiza la
autoridad, observaremos que durante el proceso despliega la actividad de
procesar, que en verdad consiste en reflejar acciones y reacciones desde la
parte de donde emanan hacia la contraria ―o, dicho de otro modo, la detección y proyección
por la autoridad del significado procesal contenido en ciertos actos
procedimentales―. Una vez finalizado el proceso, la actividad del juez
o árbitro es la de sentenciar. Y una vez firme el pronunciamiento, si no ha mediado
cumplimiento espontáneo de la condena ―a requerimiento de interesado― pasa a
desplegar la actividad de ejecutar lo sentenciado.
Esta apreciación nos adelanta parcialmente
la inconfundibilidad terminológica entre proceso y procedimiento, pues los
sujetos tienen un alcance de actuación diferente en uno y otro, que bien pueden
ser pasibles de distribución de poder, atribuciones o facultades en distintas
proporciones para sintonizar con los derechos humanos y las directivas
sistémicas que de ellos derivan. La función jurisdiccional no debe eximirse de
límites y controles que son deseables imponer a todo poder.
Una línea fronteriza que se marca con
precisión al voluntarismo de la autoridad es la necesidad de que su sentencia
sea consecuencia de un proceso respetuoso de los derechos humanos ―y los principios
que de allí se extraen y están plasmados en el Derecho Internacional de los
Derechos Humanos― y no de otra cosa ―tal el caso de una decisión que recaiga
luego de un procedimiento―. En la esfera de los controles sobre el poder
jurisdiccional, existe uno indispensable y que tiene carácter intraprocesal. Se
trata del que las mismas partes litigantes pueden ejercer al conformar un
debate que, como objeto del proceso, no puede ser obviado en la decisión.
Este no es un tema menor, al punto que
coincidimos con quienes enfatizan que si las condiciones de aplicabilidad de la
norma están indeterminadas, si la misma consecuencia jurídica constituye un
abanico de opciones para el juez, entonces los protagonistas del debate
procesal deben tener la posibilidad de decir algo al respecto y, si ése es el
caso, el juez debe incluir esos argumentos en su decisión, asumiéndolos como
propios o refutándolos adecuadamente. Así, proponen que la justificación de este
tipo de decisiones judiciales depende fuertemente de la participación procesal
de los litigantes en el debate ―lo que grafican con una frase de Mirjan Damaŝka: cuanto más fuerte sea la voz de
las partes en el proceso, más cerca estaremos de una decisión correcta― concluyendo
que las teorías dialécticas y consensuales que ayudan a preservar la
imparcialidad judicial pueden ser mejor aplicadas a los procedimientos con alto
componente de creación legal[42].
Entonces, interesa a un sistema procesal
democrático que el juez o árbitro tengan ―siempre sujeto a controles adecuados―
el poder suficiente para su actividad de sentenciar, al igual que aquél para
ejecutar lo sentenciado llegado el caso ―el árbitro queda excluido legalmente
para utilizar la fuerza en el ejercicio de esta actividad, por lo que debe
solicitarlo al juez estatal―. Pero si se trata de procesar, del proceso en sí,
el protagonismo primariamente recae en las partes, por dos razones: primero,
allí se desarrolla el debate, núcleo de control; segundo, si la autoridad suma
a su condición de sujeto de juzgamiento la de sujeto del debate,
automáticamente se desmorona el proceso como tal pues ello frustra la
concreción de sus principios ―igualdad de las partes e imparcialidad del
juzgador―. Por estos motivos, no aceptamos el ofrecimiento y producción de
prueba de oficio ni el impulso de oficio, pues esa actividad la deben llevar a
cabo solamente los litigantes ―nunca la autoridad, quien en el desarrollo del
proceso debe proyectar instancias luego de establecer qué actos procedimentales
deben reflejarse por contener significado de alcance procesal, sin perjuicio de
los incidentes o incidencias procedimentales que se susciten y que deba
resolver—.
4.4. La garantía del proceso, método
de debate
El proceso es el medio de debate por
excelencia para el resguardo pleno de los derechos, que debe aplicarse siempre
que éstos se encuentren en litigio ―alcanzando igualmente a los derechos de
primera, segunda o tercera generación[43]―. Es el
método que necesariamente se debe respetar a fin de lograr una decisión acorde
al derecho. Por ello no nos parece apropiado que se dejen de lado los
principios de imparcialidad o igualdad aduciendo casos especiales basados en cierta
clase de pretensiones o en la supuesta debilidad de un contendiente frente a
otro, porque el único camino que conduce a que una sentencia tenga la
aspiración de alcanzar la justicia es el respeto del derecho de defensa en
juicio en igualdad jurídica de condiciones de ambos contendientes.
El proceso respetuoso de los derechos
humanos solamente se ve reflejado en el sistema dispositivo o acusatorio, único
que contiene esta estructura triangular ―actor o acusador, demandado o acusado
y autoridad― con un claro reparto de roles y funciones de manera tal que se
respetan los dos principios basales: igualdad de las partes e imparcialidad e
indepedencia del juzgador. El sistema inquisitivo o inquisitorio no responde al
modelo diseñado desde que la autoridad tiene poderes para acusar, probar y
juzgar, generando una estructura bipolar y meramente procedimental de
enjuiciamiento donde nunca cabrá el concepto de proceso como método de debate que
garantiza los derechos humanos.
La idea del proceso como un medio no es
compartida por todos. Y es así que se lo ve también como un fin en sí mismo,
aunque ello complica la explicación de su comportamiento como garantía de los
derechos. No obstante, puede acaparar nuestra atención la disputa entre quienes
sostienen que el proceso sirve para alcanzar la justicia y los que ven en él un
aporte a la paz social, adquiriendo la primera posición un matiz finalista y apuntando
a su razón de ser la segunda. Nótese que ambas cuestiones no se excluyen y bien
pueden tratarse a la par y sin fundirlas, justamente como forma de arribar a
ese ideal de paz con justicia que mencionaba Carnelutti[44].
Reconozcamos que se trata de un tema
álgido, más en estos tiempos cuando al proceso ―pese a que se trata de un
método― se lo hace exageradamente responsable de la cuota de justicia o
injusticia imperante. Esto debiera escapar en dirección a un debate axiológico
de horizontes más amplios cuya puesta en escena incluya como protagonista al
derecho frente a un elenco de valores, entre los que se cuentan la justicia y la paz. Esta discusión tiene
interés para el procesalismo, aunque una vez más recordamos que su objeto de
estudio ―el proceso― no pierde su característica de método por más que actúe como
uno de los instrumentos que coadyuvan a la realización de algunos valores.
Regresemos al proceso como garantía de
derechos, cerrando la noción brindada: si vemos en él una derivación de la garantía
de peticionar a las autoridades a través de la acción procesal, única instancia
proyectiva, lo estamos alineando con los derechos humanos, al fijar su punto de
convergencia en el ser humano que convive en una sociedad y que crea al Estado
en su beneficio.
Para el cumplimiento de estos pilares en
la práctica cotidiana ―en la realidad donde está inmerso nuestro hombre de a
pie― parece adecuado establecer funcionalmente los parámetros que ayudan a
concebir el proceso atendiendo sus notas constitutivas y el marco sistemático
democrático desplegado.
Las
conductas humanas que efectúan los sujetos del proceso no pueden quedar
aisladas o desarticuladas entre sí, porque la proyectividad que lo distingue no
tendría cabida. Es necesario conectarlas permitiendo el desarrollo de la serie
observando un orden lógico. Estas conexiones, estos contactos entre conductas,
se materializan a través del procedimiento. De allí que sea imprescindible para
todo proceso contener un procedimiento. Como éste opera sobre la conexión de
conductas, razones sistemáticas enlazadas con la previsibilidad y seguridad
jurídicas imponen establecerlo previamente y en sintonía con los derechos
humanos, de donde emanan la orientación del macrosistema y los principios del
proceso, que a su vez determinan la logicidad de la serie procesal. Por consiguiente,
aparece una primera característica del proceso: que sus reglas sean conocidas
previamente por los sujetos que en él interactúan.
La nota distintiva, la proyectividad ―que
hace tomar intervención a los tres sujetos del proceso enlazando sus conductas
y marcándole a la vez los límites del
terreno bajo su dominio― produce dos consecuencias de la mayor relevancia.
Por un lado, según ya señalamos, resguarda en iguales condiciones para ambas
partes el derecho a ser oído por la autoridad antes de resolver heterocompositivamente
el litigio. Por el otro, la autoridad ―como sujeto del proceso― no interfiere
en el debate, no debe realizar ni suplir actividades propias de los otros
sujetos procesales para preservar su imparcialidad. Lo que no implica que sea
un simple espectador comparable a quien paga entrada para asistir a un
entretenimiento, pues cumple una tarea crucial desentrañando el sentido
proyectivo de una conducta para reflejarla hacia el contendiente, mientras
posibilita el desarrollo de la serie haciendo cumplir las reglas de procedimiento
preestablecidas. En definitiva, derivan de la proyectividad los dos principios
del proceso ―la igualdad de las partes y la imparcialidad del juzgador―
quedando perfectamente alineada nuestra construcción conceptual con los
derechos y garantías inherentes a las personas reconocidos en la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre y en los restantes instrumentos que conforman
el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
En resumidas cuentas, de las notas
constitutivas del proceso brotan tres características principales: que los
sujetos sigan reglas preestablecidas de procedimiento, que las partes actúen en
igualdad de condiciones quedando a su cargo el impulso y que se desarrolle ante
un tercero imparcial e independiente.
Estos caracteres, junto a las reflexiones
anteriores, van instalando una base que ayuda a contemplar al proceso como un
medio de debate en igualdad jurídica ante un tercero imparcial e independiente y
que opera como garantía para hacer respetar los derechos ante cualquier
limitación, conculcación, impedimento o interferencia emanadas de otras
personas ―cualquiera sea su naturaleza― incluido el Estado.
En síntesis, el proceso se comporta como
un método de debate pacífico que, respetando reglas preestablecidas, se
desarrolla entre partes antagónicas que actúan en condición jurídica de
igualdad ante un tercero imparcial[45],
con el objetivo de resolver heterocompositivamente[46]
un litigio.
En los tiempos que corren
muestran una preocupación por atender al amplio concepto de procedimiento no
sólo expertos en derecho procesal sino también juristas de otras ramas,
filósofos y estudiosos de las ciencias políticas. Por tanto, es sencillo
comprender que el procedimiento no es patrimonio exclusivo del proceso ni
constituye ―según ya remarcamos― su nota distintiva.
Sin que se nos escape la variedad de significados que ofrece la
voz procedimiento y que pueden ser tomados por las diversas disciplinas
que de él se ocupan, nos contentaremos con realizar una somera referencia a lo
que se ha denominado el paradigma procedimental desde un ángulo
filosófico para, finalmente, desembarcar en un examen de neto corte jurídico
que nos conduzca a su relación con el proceso.
En una magnífica
conferencia, se recordaba que Jürgen Habermas ―contemporáneo nacido en
1929 y conspicuo integrante de la escuela de Frankfurt[47]―
nos hablaba del paradigma iluminista liberal del derecho burgués atenido a la
idea del contrato social que reclama para los individuos el mayor número de
libertades básicas de acción. A este paradigma se le opone el del derecho
materializado del estado social que atiende a las exigencias de la justicia
social como crítica al modelo de sociedad económica institucionalizada,
ejerciendo un paternalismo decididamente incompatible con la libertad jurídica.
Así ―continuaba― llegamos al paradigma postulado por Habermas, que él llama procedimental
del derecho ―todavía con contornos muy difusos― y que se propone explicar
la legitimidad del derecho con la ayuda de presupuestos comunicativos
institucionalizados, que fundan la presunción de que los procesos de producción
y aplicación del derecho deben conducir a resultados racionales[48].
Si nos dirigimos directamente a la obra de
Habermas, observamos su intento
por demostrar que entre Estado de derecho y democracia no sólo hay una relación
histórica y contingente, sino una conexión interna que se explica conceptualmente
porque las libertades subjetivas de acción del sujeto de derecho privado y la
autonomía pública del ciudadano se posibilitan recíprocamente[49].
Aparece una dialéctica entre igualdad jurídica e igualdad fáctica que, frente a
la comprensión liberal del derecho, hizo saltar primero a la palestra al
paradigma del derecho ligado al Estado social y que hoy nos obliga a una
autocomposición procedimentalista del Estado democrático de derecho. De este
modo, el proceso democrático es el que soporta en el modelo toda la carga de
legitimación. La idea procedimentalista del derecho insiste en que los
presupuestos comunicativos y las condiciones procedimentales de la formación democrática
de la opinión y la voluntad constituyen la única fuente de legitimación[50].
Se indica, pues que el respeto a los
procedimientos propios del sistema democrático es uno de los aspectos que puede
ayudar a sostener la legitimidad del derecho. Así podría contemplarse un macrosistema
social democrático pro homine que
necesariamente se nutre de un sistema jurídico y que, a su turno, contiene un
subsistema procesal que permite la efectivización de derechos reconocidos por
aquel macrosistema, poniendo en manos del hombre la activación de la última
herramienta idónea a tal fin, no obstante los otros dispositivos conferidos.
Tanto en el macrosistema como en los sistemas y subsistemas que lo componen,
podemos hallar una dimensión sustancial caracterizada por el respeto a los
derechos humanos y una dimensión formal o procedimental. Todos deben seguir los
valores reconocidos macrosistémicamente ―a efectos de intentar preservar la
coherencia y compatibilidad― a la vez que deben contener los procedimientos
adecuados.
Si bien en la visión procedimental subyacen
ideas interesantes, arrimaremos algunas aclaraciones que estimamos oportunas.
Inicialmente, en absoluto debe pensarse
que todo es procedimiento. Así como Fritz Sander
―discípulo de Hans Kelsen
que tomara distancia de su maestro y lo criticara fuertemente en su teoría
general, apuntándole a la línea de flotación, proponiendo una teoría donde lo
que constituye el derecho es la cosa juzgada― tomaba una posición extremista al
sostener que el derecho es un proceso que no tiene principio ni fin[51],
tampoco el procedimiento es el único elemento ni en un sistema jurídico, ni en
uno democrático, ni en uno procesal. Ello equivaldría a dejar de lado al hombre
y sus derechos fundamentales. En otras palabras, el estricto cumplimiento de
las reglas procedimentales no implica o asegura por sí solo el respeto a los derechos
humanos.
En la práctica, esta situación la
encontramos tanto durante el curso de ejecución procedimental como a posteriori. Ejemplos del primer caso
aparecen en el proceso jurisdiccional, cuando se procesa en base a una norma
procedimental asistemática y contraria a postulados sustanciales de carácter
constitucional o del Derecho Internacional de los Derechos Humanos que aun así
puede contener un ordenamiento jurídico o, peor aún, ha sido o es creada
pretorianamente. El ofrecimiento y producción de prueba de oficio, el dictado
de una medida para mejor proveer o la aplicación de ciertas consecuencias de la
prueba confesional en contra del absolvente forman parte del apunte precedente.
Ejemplos de la segunda variante son sufridos por gobernados de distintas
latitudes que eligen autoridades políticas con estricta observancia de
procedimientos democráticos pero que, una vez que asumen el poder, desconocen los
alcances del mandato otorgado y gobiernan alejados de los valores democráticos
y los derechos humanos.
Sin olvidar la necesidad de respetar los
procedimientos como una secuencia de pasos que se deben cumplir para permitir
la materialización de derechos reconocidos por el sistema que en origen son
inherentes al ser humano, también debe subrayarse que ese mismo procedimiento
sólo será legítimo si observa estructuralmente todos esos derechos, de manera
tal que no dificulte, limite o impida su realización. Por consiguiente, el
procedimiento no debe diseñarse ni construirse como una celda para la
permanencia hasta su muerte de los derechos fundamentales y los valores
democráticos que de ellos derivan.
Estrechando el campo de análisis, de ahora
en más nos introduciremos específicamente en el terreno de los procedimientos
jurídicos. Preliminarmente recordamos que, a medida que revisábamos el
concepto de proceso, tangencial pero obligatoriamente tuvimos que hacer
referencia al procedimiento, palabra cuya utilización se remonta a la época
medieval pues en la antigüedad se le tenía refundida entre otras figuras
jurídicas[52].
Como primera aproximación a la noción de procedimiento
jurídico, su unidad no debe ubicarse en la conceptualización del pretender ni
del prestar, sino en el fenómeno material de la conexión de conductas humanas[53]. De aquí ya podemos
separar dos aspectos importantes del procedimiento: la materialización y la
conexión, en ambos casos en relación a los actos que lo componen. Esto nos
conduce a observar las instancias que integran todo procedimiento, destacando
su carácter bilateral o simple en atención a que conectan conductas de dos ―y sólo
dos― sujetos: recorre un camino que nace en una solicitud, petición o pedido de
una persona y finiquita en la resolución que emite otra ―autoridad―.
Situándonos en el concepto que nos ocupa, hallamos como nota
distintiva o particular una conexión simple, un contacto que surge desde un instar
bilateral. En el proceso, en cambio, encontramos el ya explicado instar
proyectivo, aunque como acertadamente se ha afirmado, en él siempre estará
presente un procedimiento[54]. Porque el procedimiento
no es otra cosa que una sucesión de conexiones de actos jurídicos de distintos
sujetos; no es la mera sucesión, ni tampoco basta con la referencia a los
actos, pues debe resaltarse la conexión, dado que la sucesividad de conexiones
es lo procedimental[55]. Aparece, para formarlo,
un encadenamiento de cierto tipo de conductas. En consecuencia, la conexión
representa la reducción eidética de todo procedimiento.
Podemos añadir que se trata de la secuencia y de las conexiones
de conductas, de manera que un procedimiento no es concebible ante la ausencia
de cualquiera de estos términos: no lo hay si faltan las conductas, tampoco si
se carece de conexiones y, finalmente, si las conexiones no se siguen una tras
otra de una manera regular[56].
Si, como afirmamos, importan la materialización y la conexión
de actos jurídicos que se suceden, es necesaria la intelectividad, el
entendimiento, porque a diferencia de la mera reunión o yuxtaposición de actos,
el significado de la sucesión no está en la materialidad sino en la
inteligibilidad[57].
Hace falta que, de alguna manera, el procedimiento esté
estipulado con cierta precisión, determinando su principio y su final y ―dentro
de estos extremos― una variedad de conexiones entre los actos que realicen los
sujetos participantes regulando sus aspectos temporales, espaciales y formales.
Estas conexiones están influidas y alcanzadas por circunstancias ―lo que rodea
al acto― que cuentan con una indefinida cantidad de datos que sirven para que
el legislador aprecie aquellos que le importen[58].
En esta estación, resta confrontar conceptualmente el
procedimiento y el proceso, matizando el análisis luego con algunas pinceladas
acerca de la imparcialidad de la autoridad que resuelve.
7. Proceso, procedimiento e imparcialidad en
sentido amplio
Expusimos que en general la doctrina
―salvo excepciones― ostenta la ya comentada ambivalencia del lenguaje procesal
cuando trata los conceptos de proceso y procedimiento. En algunos casos, su
diferenciación luce muy difusa; en otros, directamente, se dejan de lado las
notas que los separan y se emplean ambas voces como sinónimos.
En su más conocida obra, Eduardo Couture nos resume en buena medida el
panorama indicado, al explicar que siendo la instancia ―como el proceso mismo―
una relación jurídica continuativa, dinámica, que se desenvuelve a lo largo del
tiempo, es la sucesión de sus actos lo que asegura la continuidad. Unos actos
proceden de otros actos y aquéllos, a su vez, preceden a los posteriores. Este
principio de sucesión en los actos da el nombre al proceso ―etimológicamente,
de cedere pro―. Procedimiento, por su
parte, es esa misma sucesión en su sentido dinámico de movimiento. El sufijo
nominal mentum, es derivado del
griego menos, que significa principio
de movimiento, vida, fuerza vital. El proceso es la totalidad, la unidad. El
procedimiento es la sucesión de los actos. Los actos procesales tomados en sí
mismos son procedimiento y no proceso. En otros términos ―remata el maestro
oriental― el procedimiento es una sucesión de actos; el proceso es la sucesión
de estos actos apuntada hacia el fin de la cosa juzgada. La instancia es el
grupo de esos mismos actos unidos en un fragmento de proceso, que se desarrolla
ante un mismo juez[59]. Lo extraído nos ilustra acerca de límites
difusos y diversos significados que pueden darse a los términos instancia,
proceso y procedimiento si lo cotejamos con lo que nosotros venimos expresando
al respecto.
Regresemos a la distinción básica entre
ambas figuras, repasando dos aspectos comparativos salientes de suma utilidad
en lo sucesivo.
En primer lugar, hemos adelantado que mientras todo
proceso contiene un procedimiento, no todo procedimiento resulta ser un proceso
―ya que éste únicamente aparece en la acción procesal y no en las restantes
instancias―. Segundo, y esto es de la mayor importancia, el proceso es
inmaterial, abstracto e impalpable, porque es concepto, importando la
comprensión cabal del significado del acto que hace a su inteligibilidad. El
procedimiento, en cambio, presenta una naturaleza material, concreta y
corpórea, se capta por los sentidos y se realiza en un tiempo y en un espacio
determinado[60] expresándose
a través de cierta forma. El procedimiento opera, pues, como la forma material
del proceso, que no puede tenerla de por sí, ya que no es acto material sino
concepto significativo del acto[61].
Con extrema simplificación en búsqueda de
claridad podemos afirmar que al encontrarse el proceso en el mundo de los
conceptos cabe pensarlo, pero no puede ser alcanzado por nuestros sentidos: no
se lo puede ver, ni escuchar, ni olfatear, ni tocar, ni gustar. El
procedimiento, que se encuentra en el mundo material, el de las cosas, puede
ser perfectamente percibido por nuestros sentidos, como cuando vemos a un
abogado iniciando una demanda en dependencias judiciales. Dicha presentación es
sin dudas un acto procedimental, pero sólo podrá considerarse como forma
material integrada al proceso si es proyectada por decisión de la autoridad
hacia otro sujeto. La proyectividad, reducción eidética del proceso, opera
sobre actos procedimentales que consigo arrastran la materialidad, sin que ello
implique que el acto procedimental pierda su carácter material ni que se
modifique o desvirtúe la naturaleza conceptual del proceso.
En otro orden, se ha efectuado una
distinción destacando que el proceso asume, frente al procedimiento, un
carácter sustantivo y comprometido con la realidad constitucional con apoyo en
el sistema de garantías que al justiciable debe ofertar. En cambio, el
procedimiento es atemporal y acrítico a través del soporte que le brindan, sólo
y exclusivamente, las formas técnicas y mecanicistas. Por ello, el
procedimiento es técnicamente una realidad formal y rituaria frente al proceso
que, a diferencia del procedimiento, es la realidad conceptual que posibilita
el acceso al garantismo del derecho procesal, a través de la llamada tutela
judicial efectiva, mediante el debido proceso sustantivo. El proceso se
constituye, por tanto, en la justificación del procedimiento; lo que no
significa que no pueda existir procedimiento sin proceso, puesto que el primero
es atemporal y el segundo no, al hallarse comprometido con la base garantista
del aquí y ahora. Por tanto ambos ―proceso y procedimiento― son hipótesis de
trabajo autónomas[62].
Se ha explicado que el problema que surge
en el análisis de los principios del procedimiento proviene de la circunstancia
de que hay un paralelismo con el proceso, el cual ha sido estudiado con mayor
profundidad y severidad científica desde el siglo XIX, de manera que para
distinguir los fenómenos atinentes al procedimiento es menester recordar las
características de su naturaleza: se trata de conexiones de conductas ―de
diferentes sujetos― de manera que son fenómenos sensiblemente perceptibles a
diferencia de los que se refieren al proceso, los cuales son inteligibles[63].
Podríamos
señalar a la imparcialidad como un distintivo lógico derivado de la
propia estructura que muestran el proceso ―con tres sujetos, donde dos debaten
en igualdad de condiciones y un tercero resuelve una vez finalizada la
discusión― y el procedimiento ―donde hallamos dos sujetos, uno que peticiona y
otro que resuelve al respecto―. De allí que se insista con aquello de tercero imparcial.
Se ha
entendido que la
imparcialidad no nace como una reacción ante la verdad, sino por la relación
con los intereses en juego; se trata no tanto de una virtud moral, sino de una
estructura de actuación que confiere el poder de estar por encima de ciertos
intereses. Observar a la imparcialidad como una estructura y no como una
calidad personal implica advertir con claridad la existencia de estructuras
procesales en las que la idea de imparcialidad es inaplicable, por más que el
juez sea objetivo, razonable e independiente. La imparcialidad forma y a la vez
es tributaria de precisas estructuras procesales, que quedan ocultas si se
explica el proceso como una sucesión de actos[64].
Para graficar la amplitud
de significados de la palabra imparcialidad, se ha subrayado que excede a la
falta de interés que comúnmente se menciona para definir la cotidiana labor de un juez pues
incluye, por ejemplo, a la ausencia de prejuicios de todo tipo ―particularmente
raciales o religiosos―, a la independencia de cualquier opinión, a la no
identificación con alguna ideología determinada, a la completa ajenidad frente
a la posibilidad de dádiva o soborno, a la influencia de la amistad, del odio,
de un sentimiento caritativo, de la haraganería, de los deseos de lucimiento
personal, de figuración periodística, etcétera. Y también es no involucrarse
personal ni emocionalmente en el meollo del asunto litigioso, evitar toda
participación en la investigación de los hechos o en la formación de los
elementos de convicción, o de fallar según su propio conocimiento privado;
tampoco debe tener temor al qué dirán ni al apartamiento fundado de los
precedentes judiciales, etcétera. Si bien se miran estas cualidades definitorias
del vocablo, la tarea de ser imparcial es asaz difícil pues exige absoluta y
aséptica neutralidad, que debe ser practicada en todo supuesto justiciable con
todas las calidades que el vocablo involucra[65].
Con seguridad, sostenemos que el concepto
de imparcialidad abarca también a la independencia y a la impartialidad[66] del juez o árbitro que
resuelve el caso, siendo fácil intuir su cercana vinculación con el respeto a
la igualdad de las partes. Explicado sencillamente, la imparcialidad en sentido
restringido significa que quien decide no tiene ningún interés en el objeto del
proceso ni en el resultado de la sentencia, a la vez que carece de prejuicios.
A su turno, la independencia se orienta hacia la inexistencia de cualquier tipo
de poder que condicione a la autoridad y su pronunciamiento. Finalmente, el
neologismo impartialidad debe
entenderse como la imposibilidad del tercero que sentencia de realizar o
reemplazar la actividad que durante el proceso deben llevar a cabo
―propiamente― las partes.
Con estos apuntes preliminares estamos en
condiciones de profundizar algo más sobre la idea de imparcialidad en sentido
amplio.
Si nos atenemos a los pactos
internacionales de derechos humanos, es clara la exigencia de juzgamiento por
un tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad
por la ley ―art. 10 de la DUDH de 1948; art. 14 numeral 1º del PIDCP de 1966; art.
8 numeral 1º de la CADH de 1969, conocida como Pacto de San José de Costa Rica―[67].
El art. 10 de la DUDH sirve de sustento para fundamentar que las
garantías procesales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos alcanzan
a todos los procesos, con prescindencia de la materia en debate, al establecer
que “toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser
oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial,
para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de
cualquier acusación contra ella en materia penal”. No dudamos de la
contribución que en este sentido puede efectuar una Teoría General del Proceso
respetuosa de los derechos fundamentales y la democracia.
Junto a la independencia de los poderes
institucionales y no institucionales debe buscarse la imparcialidad
intrajuicio, lo que significa ―desde lo objetivo― que el órgano que va a juzgar
no se encuentre comprometido por sus tareas y funciones ni con las partes ―impartialidad― ni con sus intereses ―imparcialidad―. De esta forma se va a
lograr el famoso triángulo de virtudes del órgano jurisdiccional:
impartialidad, imparcialidad e independencia[68].
La autoridad impartial es aquella que no se involucra en el debate rompiendo el
equilibrio y sustituyendo o ayudando a los contendientes en sus actividades
específicas, como pretender, ofrecer prueba y producirla. Este elemento, por
consiguiente, se relaciona con la actividad de procesar y el respeto a los
roles de los litigantes y a las reglas preestablecidas de debate.
La independencia, en cambio, marca el
respeto por la libertad de decisión, sólo limitada en cuanto a la obediencia al
sistema jurídico, sin que se acepten presiones, órdenes o sometimiento a otros
poderes institucionales o no institucionales ―como grupos económicos o medios
masivos de comunicación― sean o no sujetos del proceso. Un correcto sistema de
designación y remoción de los jueces y ciertas garantías de intangibilidad de
remuneraciones, permanencia e inamovilidad en sus funciones ayudan en este
aspecto.
Pero además hace a la independencia de los
jueces la autarquía y el manejo de su presupuesto por el propio Poder Judicial,
sin interferencia de otros poderes o funcionarios extraños. En el supuesto
particular de los árbitros, a estos fines sus honorarios y gastos deben ser
depositados o garantizados por las partes ab
initio del proceso, para evitar que la mayor o menor solvencia de alguna de
ellas influya en el resultado del laudo con el objetivo de asegurarse el cobro
de sus estipendios.
Josep Aguiló
Regla advierte sobre dos deformaciones comunes de la idea de
independencia que son el resultado de ignorar que la posición del juzgador en
el Estado de derecho viene dada tanto por sus poderes como por sus deberes. La
primera, que tiende a asimilar la independencia a la autonomía, olvida la
posición de poder institucional que el juez ocupa; la segunda, que tiende a
asimilar la independencia a la soberanía, define la posición del juez dentro
del orden jurídico a partir, exclusivamente, de sus poderes, ignorando sus
deberes. Así, el deber de independencia de los jueces tiene su correlato en el
derecho de los ciudadanos a ser juzgados desde el derecho, no desde relaciones
de poder, juegos de intereses o sistemas de valores extraños al derecho. El principio
de independencia protege no sólo la aplicación del derecho, sino que además
exige al juez que falle por las razones que el derecho le suministra[69].
Acota el autor catalán en mención que si
la independencia trata de controlar los móviles del juez frente a influencias
extrañas al derecho provenientes del sistema social, la imparcialidad trata de
controlar los móviles del juez frente a influencias extrañas al derecho, pero
provenientes del proceso ―por lo que está ligada a dos figuras procesales, como
la abstención o excusación y la recusación―. De este modo ―agrega― la
imparcialidad podría definirse como la independencia frente a las partes y el
objeto del proceso. De nuevo, el juez imparcial será el juez obediente al
derecho[70].
Concluye Aguiló
Regla que los deberes de independencia e imparcialidad constituyen dos
características básicas y definitorias de la posición institucional del decisor
en el marco del Estado de derecho, conformando la peculiar manera de obediencia
al derecho que éste les exige. Independiente e imparcial ―remata― es el juez
que aplica el derecho y que lo hace por las razones que el derecho le
suministra[71].
Como cuestión adicional es necesario
apuntalar todo el esquema construido con algún tipo de preparación y
concientización de los decisores jurisdiccionales, capacitándolos adecuadamente
en lo que podríamos llamar el arte de la
imparcialidad, de manera tal que observen esta cualidad en los procesos
donde actúan o se aparten sin temor ―bajo las condiciones legales permitidas―
en aquéllos donde la estiman comprometida.
En síntesis, la imparcialidad en sentido
amplio requiere que la autoridad carezca de prejuicios e interés en el proceso,
que no se someta a ningún otro poder institucional o no institucional, que se
abstenga de efectuar o suplantar la actividad procesal propia de las partes y
que obedezca al derecho.
Concluimos afirmando que si la autoridad
no actúa con imparcialidad ―derecho fundamental que necesariamente debe asegurarse
desde el sistema procesal mismo― no podremos considerar a la sentencia que
dicte el fruto de un proceso respetuoso del derecho fundamental de defensa en
juicio. En rigor de verdad, estaríamos ante una simple resolución recaída en un
procedimiento.
8. Consideraciones sobre el sintagma debido
proceso
Ni bien se comienza a revisar con cierto
detenimiento dentro de las fronteras del derecho procesal algunas expresiones
de uso corriente, se advierte la redundancia que se presenta al adjetivar
calificativamente los conceptos elementales. Quizá esta costumbre recibe una
mayor tentación para concretarse sobre el término proceso: proceso
jurisdiccional, proceso justo, debido proceso. Podría aceptarse hacer
mención al sintagma proceso
jurisdiccional en casos de referencias amplias y abarcativas de otros usos
de la palabra proceso, como cuando designa la serie de operaciones de
fabricación de una prenda de vestir o cuando es menester contraponerlo al
proceso democrático de una nación. En ambos ejemplos, hemos excedido el campo
específico del lenguaje procesal y de alguna manera apelar a los adjetivos
calificativos ayuda a no confundir conceptos provenientes de diversos artes o
ciencias, lo que o será tautológico o carecerá de sentido si nos limitamos al
terreno de nuestra disciplina ―que no puede concebir proceso sin jurisdicción y
perderá el tiempo proponiendo uno injusto o indebido―.
Más allá de lo recién expuesto, se repite
que el alumbramiento legal del sintagma debido
proceso fue producto de un prolongado derrotero iniciado en la Carta Magna de 1215 y
que concluyó con la V
Enmienda de la Constitución de los EE.UU. luego de más de
cinco siglos. Si lo analizamos rápidamente, encierra una idea tan simple como
importante: el debido proceso es el proceso respetuoso de los derechos y las
garantías de la persona humana que deben ser reconocidos por el Derecho
Internacional de los Derechos Humanos y por las constituciones que lo reciben.
En el debido proceso, pues, quedan plasmados
segura e inamoviblemente el respeto al derecho de defensa en juicio, a ser
juzgado por un tercero imparcial y la igualdad jurídica de las partes. Existen
otros derechos y garantías presentes en los postulados que emanan de las
constituciones y de los tratados internacionales de derechos humanos y ―si y
solo si abrevan en éstos― en los preceptos que surgen de las normas, los
principios procesales y las reglas procedimentales que elabora nuestra
disciplina y eventualmente ―en casos específicos― las partes y los jueces.
Según otra opinión, el punto de partida
ineludible para el análisis de los principios que rigen al proceso no es otro
que aquél que constituye la síntesis de los demás principios, englobado bajo el
concepto de debido proceso legal[72].
Como se observa, la idea sub examine se nutre y desarrolla
imbricada en la de proceso. Entender qué es el proceso desde el plano
constitucional y del de los derechos
fundamentales nos conducirá hacia el respeto por el debido proceso.
Apunta Osvaldo Gozaíni que el concepto de debido proceso, a partir de la
Carta Magna, pero muy especialmente en la jurisprudencia constitucional de los
Estados Unidos, se ha desarrollado en tres sentidos: a) el del debido proceso legal, adjetivo o formal,
entendido como reserva de ley y conformidad con ella en materia procesal; b) la
creación del debido proceso
constitucional o debido proceso a secas, como procedimiento judicial justo,
todavía adjetivo, formal o procesal, y c) el desarrollo del debido proceso sustantivo o principio de
razonabilidad, entendido como la concordancia de todas las leyes y normas de
cualquier categoría o contenido y de los actos de autoridades públicas con las
normas, principios y valores del derecho de la Constitución[73].
Sin embargo, a nuestro juicio, el debido
proceso no es otra cosa que el proceso, de por sí respetuoso de los derechos y
garantías constitucionales y de los derechos fundamentales reconocidos en los
pactos y tratados internacionales de los derechos humanos. Como el debido
proceso es el proceso, no le vemos sentido a las distinciones que se practican entre
uno y otro, a la vez que fijan estadios internos tales como debido proceso
sustantivo y adjetivo: el procesalismo aún tiene mucho que brindar en la
localización y desarrollo de la propia sustancialidad del proceso, comenzando
por revisar la procedencia y delimitación sistémica y conceptual de lo que para
algunos se entiende por sustancialidad
y por adjetividad. El proceso como método de debate ―y no como
fin en sí mismo― es la garantía de garantías para efectivizar derechos humanos
en un marco democrático, que no debe ser confundido con meros procedimientos.
9. El proceso, vinculado a los
derechos humanos y la democracia
Desde que los derechos humanos han sido
reconocidos, declarados y garantizados en el sistema jurídico, es impensable
que su protección, promoción y respeto pueda llevarse a cabo sin el soporte de
un sistema de enjuiciamiento construido sobre los pilares que surgen de
aquéllos.
Si nos detenemos en el método de
enjuiciamiento inquisitivo o inquisitorio, en líneas generales nos muestra un
esquema de concentración de poder, actividades y protagonismo en la persona del
juzgador preferentemente compatible con regímenes de caracteres autocráticos,
pues pone el acento en la jurisdicción y no en las partes litigantes.
Consecuencia directa de ello es que la imparcialidad y la independencia de la
autoridad que decide no se encuentran sostenidas desde el sistema, que a su vez
contiene pocos controles y excesiva discrecionalidad.
En cambio, el sistema dispositivo o
acusatorio permite diferenciar las actividades que se despliegan a lo largo del
procedimiento, otorgando roles precisos tanto a la autoridad jurisdiccional
como a las partes. Reconociendo que se trata de un método, promueve el debate
de los contendientes en pie de igualdad y acepta el consenso de la
autocomposición de manera previa a la resolución heterocompositiva.
En Latinoamérica, fue el procesalismo
penal el que recién a finales del siglo XX comprendió en buena medida la
correlatividad entre democracia y sistema acusatorio, pese a que las
constituciones de la región consagraban ―algunas desde hacía más de una
centuria, como la Constitución de la Argentina de 1853― dicho método de
enjuiciamiento. Por tal motivo se viene generando una corriente ya no de simple
reforma, sino de absoluto cambio sistémico del procedimiento penal, sobre todo
en Chile, Perú, Colombia y parte del territorio argentino. Sin embargo, la
influencia inquisitiva derivada de la tradición colonial pervive en códigos aún
vigentes, sobre todo en materia no penal.
En la actualidad, se está abriendo paso y
marcando tendencia la aceptación de un paralelismo entre democracia y sistema
acusatorio. Más aún, mucho se avanza inclusive en la vinculación entre sistema
acusatorio y regímenes democráticos y entre sistemas inquisitivos y regímenes
absolutistas[74].
Estimamos que quizás haya que intensificar
esfuerzos en la adecuación conceptual de la democracia, el proceso y el
procedimiento considerando los derechos humanos, al tiempo que se deben afinar
las ideas sobre sistemas de enjuiciamiento, principios del proceso y reglas
procedimentales
Empero, no tenemos dudas que el método de
enjuiciamiento acusatorio en materia penal y el dispositivo en las restantes
brinda el único proceso compatible con los derechos humanos y la idea de
democracia que sostenemos, pues comparten fundamentos basales y posibilita a la
persona su plena realización.
En esta posición, si efectuamos un somero
correlato entre derechos humanos, democracia y proceso, la dignidad de la
persona humana se refleja en el proceso acusatorio o dispositivo tanto en la
posibilidad de ejercer plenamente su derecho de defensa en juicio como en el
estado de inocencia del que goza todo acusado hasta que una sentencia que lo
condene haya pasado a autoridad de cosa juzgada ―mejor dicho, caso juzgado―.
La igualdad jurídica, constituye nada
menos que un principio angular en el proceso que posibilita un debate sin
preferencias ni privilegios que beneficien a una de las partes en detrimento de
su oponente. Porque así como la persona humana es igual no por su ser, sino por
su naturaleza, en el proceso el rico y el pobre, el grande y el pequeño, la
mayoría y la minoría, el bueno y el malo, el fuerte y el débil tienen idénticas
oportunidades de actuar, defenderse y ser oídos. Igualdad que se conjuga con la
imparcialidad del juzgador.
El consenso, que además de resultar un
valor democrático se encuentra en la calidad de ser social ―socio― del hombre, también
es recibido en el proceso, confiriendo a las partes el protagonismo en el
impulso procedimental y reconociendo que si su derecho es transigible antes que
sea involucrado en un litigio, de igual manera lo será durante el proceso,
motivo por el cual podrán autocomponerlo.
El diálogo, que nace de la propia persona humana
y es imprescindible para la democracia, también lo es en el proceso acusatorio
o dispositivo, ya que se sustenta en el debate entre las partes que a su vez
debe ser ineludiblemente escuchado por la autoridad antes de pronunciarse. El
objeto del proceso, remarcamos, es el debate.
La seguridad, otro de los pilares del
sistema democrático, es acogida en un método de enjuiciamiento que sigue reglas
preestablecidas y conocidas que conecta las conductas, a la vez que brinda una
resolución de los litigios priorizando el respeto del derecho por encima de los
pareceres voluntaristas de quien decide.
Y la libertad, finalmente, no sólo se mira
en el espejo de la iniciativa de la acción procesal, de la pretensión, del
impulso procedimental y de la autocomposición, tal como las acepta el sistema
acusatorio o dispositivo. Porque el proceso como garantía de los derechos
humanos en democracia, ni más ni menos, constituye el bastión de la libertad de
la persona humana y la última esperanza para conseguir el definitivo respeto de
los derechos que le pertenecen.
Si bien con las recientes transformaciones
del Estado debe aceptarse que los jueces decidan no sólo sobre cuestiones
jurídicas, sino también sobre algunas con ribetes políticos, ello no los coloca
por encima de la persona humana y sus derechos fundamentales. De allí que adquiera
trascendencia capital la observancia de la garantía del proceso como método
previo al dictado de las resoluciones que se le requieren, cuando van a afectar
a una persona distinta al peticionante.
Sin dudas, concluimos que el proceso es una
garantía inherente a la propia naturaleza humana. Por consiguiente, a nuestro
parecer, partiendo del hombre es dable encarar la construcción de una teoría
del proceso sobre la base del respeto a los derechos fundamentales. Sin
proceso, los derechos humanos quedan a merced del poder, fulminándose toda
posibilidad de subsistencia de un mínimo respeto a la dignidad de la persona
humana y de pervivencia de todo sistema democrático pro homine.
9. Conclusión
Comenzando por la persona humana, titular
de derechos inherentes a su condición, nos hemos planteado la necesidad y la
factibilidad de bosquejar conceptualmente un proceso con derechos humanos,
reflejándose como su derivación garantizadora. La teoría del garantismo
procesal ha venido en nuestro auxilio, y se ha mostrado apropiada para
construir un sistema de justicia desde el hombre que recurre a ella.
Subrayamos la importancia que tiene para
el derecho procesal la distinción conceptual entre proceso y procedimiento,
estableciendo como punto de lanzamiento al derecho humano de peticionar a las
autoridades. Con él aparecen las distintas posibilidades del instar; entre
ellas, la acción procesal es la única que enlaza tres sujetos y da origen a un
proceso. Las restantes vinculan solamente a dos, y por consiguiente dan vida a
un procedimiento.
Analizando el proceso, destacamos sus
notas constitutivas: la conducta, la serie y la proyectividad ―que, a su vez, constituye
su nota distintiva―. En definitiva, tenemos por proceso a una serie dinámica de
actos jurídicos procedimentales que incluyen un significado procesal, que son
recibidos por la otra parte a través de una autoridad que los proyecta. Este
esquema asegura el pleno ejercicio del derecho de defensa en juicio de los
litigantes, en igualdad de condiciones jurídicas, frente a un tercero imparcial,
impartial e independiente.
Continuando con el proceso, en apretada
síntesis de algunos de sus puntos discutibles a los que nos referimos,
recordamos que hemos concluido que la causa del proceso es el conflicto
intersubjetivo de intereses, su razón de ser es la erradicación del uso
ilegítimo de la fuerza, su fin es la sentencia y su objeto es el debate.
Afirmamos que esta concepción del proceso
―como método de debate pacífico que, respetando reglas preestablecidas, se
desarrolla entre partes antagónicas que actúan en condición jurídica de
igualdad ante un tercero imparcial e independiente con el objetivo de resolver
heterocompositivamente un litigio― alojada en el sistema de enjuiciamiento
dispositivo-acusatorio, sin dudas permite la plena efectivización de los
derechos humanos. De allí que es posible encontrar el correlato entre proceso,
derechos humanos y democracia. Preferimos no adjetivarlo, pero sin dudas es lo
que algunos denominan debido proceso.
Al desarrollar el examen del
procedimiento, destacamos como aspectos de relevancia la materialización de la
conexión de conductas humanas, donde la nota
distintiva la hallamos en la conexión. Procedimiento, entonces, es una sucesión
de conexiones de actos jurídicos de distintos sujetos; de este modo, la
sucesividad de conexiones origina lo procedimental. Y si posamos nuestra mirada
sobre las instancias que integran todo procedimiento, rescataremos su carácter
bilateral o simple pues conectan conductas de sólo dos sujetos: peticionante y
autoridad.
Para redondear sus
diferencias, subrayamos la conceptualidad del proceso frente a la materialidad
del procedimiento. Mientras todo proceso contiene un procedimiento, no
todo procedimiento resulta ser un proceso ―ya que éste únicamente aparece en la
acción procesal y no en las restantes instancias―. En consecuencia, el
procedimiento opera como la forma material del proceso, que no puede tenerla de
por sí, ya que no es acto material sino concepto significativo del acto.
La imparcialidad del juzgador también
puede ser considerada como un factor de distinción surgido de la propia
estructura del proceso ―con tres sujetos, donde dos debaten en
igualdad de condiciones y otro resuelve una vez finalizada la discusión― que no
es posible verificar en el procedimiento ―donde hallamos sólo dos sujetos, uno
que peticiona y otro que resuelve al respecto―. Nos inclinamos por adoptar un
sentido amplio de imparcialidad, comprensivo de la imparcialidad propiamente
dicha, la impartialidad y la
independencia.
En síntesis, la problemática de
efectivización de los derechos humanos en la teoría del proceso es más que un
mero ejercicio académico: es un necesario y sano intento por coadyuvar a que el
hombre sea el centro y fin del sistema, donde el garantismo procesal bien
entendido tiene mucho que aportar.
(*) Magíster en Derecho Procesal (UNR), profesor
adjunto regular de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires
(UBA), director del Departamento de Derecho Procesal Civil de la Universidad Austral
de Buenos Aires, profesor estable de la Maestría de Derecho Procesal de la
Universidad Nacional de Rosario (UNR).
[1]
Según Rex Martin, existe acuerdo
general entre los filósofos en que los derechos humanos son derechos morales.
Aclara que el vocablo moral parece
estar cumpliendo en gran parte la misma función que cumplía el vocablo natural: la descripción de los derechos
como naturales daba a entender que no eran convencionales o artificiales, en el
sentido en que lo son los derechos jurídicos (Martin,
Rex, Un sistema de derecho, trad. de
Stella Álvarez, Gedisa, Barcelona, 2001, p. 96).
[2]
Se enfatiza que la dignidad de la persona es el rasgo distintivo de los seres
humanos respecto de los demás seres vivos, la que constituye a la persona como
un fin en sí mismo, impidiendo que sea considerada un instrumento o medio para
otro fin, además de dotarlo de capacidad de autodeterminación y de realización
del libre desarrollo de la personalidad. La dignidad es así un valor inherente
a la persona humana que se manifiesta a través de la autodeterminación consciente
y responsable de su vida y que exige el respeto de ella por los demás (Nogueira Alcalá, Humberto, “La dignidad
humana y los derechos fundamentales. El bloque constitucional de derechos
fundamentales”, Revista de Derecho de la
Universidad Católica de la Santísima Concepción de Chile, N° 15, 2007-1,
Concepción, 2007, p. 44).
[3]
Hervada, Javier, Escritos de derecho natural, 2ª ed. ampliada,
Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 1993, p. 452.
[4]
Ibídem, p. 454.
[5]
Ibídem, p. 452.
[6]
Ibídem, pp. 457-458.
[7]
Carnelutti, Francesco, Instituciones del proceso civil, trad. de la 5ª ed. italiana por Santiago
Sentís Melendo. EJEA, Buenos Aires, 1959, t. I, pp. 419-420.
[10]
La consagración de los derechos implícitos en los diferentes ordenamientos se
fundan en que los derechos humanos son inherentes a la dignidad de la persona
y, por lo tanto, son pre-existentes y superiores a toda constitución o
instrumento del derecho internacional de los derechos humanos. La inclusión de
estos derechos implícitos conforma un sano reconocimiento de que las
limitaciones propias del hombre hacen imposible la recepción de manera
explícita de todos los derechos humanos, sirviendo por lo tanto de mecanismo
para su permanente positivización.
[11]
La libertad de petición contenida en el primer borrador de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos y en varias de sus revisiones, no figura en
la redacción definitiva por iniciativa de Gran Bretaña (Padilla, Miguel M., “Cómo nació la Declaración Universal de
los Derechos Humanos”, Revista Jurídica
Argentina La Ley, Buenos Aires, t. 1988-E, p. 1084).
[12]
Cfr. Alvarado Velloso, Adolfo, Introducción al estudio del derecho
procesal,Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1992, primera parte, p. 36.
[13]
Benabentos, Omar Abel y Fernández Dellepiane, Mariana, “Explicaciones
sobre el sistema normativo en el derecho y en derecho procesal (nuevas
reflexiones sobre la acción procesal)”, Suplemento
de Derecho Procesal de El Dial.com, año XI, Nº 2557, 23 de junio de 2008,
Albremática, Buenos Aires, cita DCE60.
[14]
En esta línea, v. Briseño Sierra,
Humberto, Derecho procesal, Cárdenas,
México D.F., 1969, vol. II, pp. 169 y
171; también Alvarado Velloso,
Adolfo, Introducción…, op. cit., p.
37.
[15]
Véase su célebre trabajo que integraba dicha obra titulado Las garantías constitucionales del proceso civil, Ediar, Buenos
Aires, 1948, t. 1, p. 34.
[18]
Cuando hacemos referencia al proceso como garantía, la voz garantía no la utilizamos en su sentido castizo de fianza o cosa que asegura, sino en un significado ya técnico: herramienta o instrumento que sirve para
hacer efectivos los derechos.
[20]
Ibídem, p. 245.
[25]
Ibídem, pp. 234-235.
[26] Las
fases del proceso deberán conservar un orden inalterable ―afirmación, negación,
confirmación y evaluación― sin que pueda suprimirse ninguna. Cada una es el
precedente de la que continúa. Por su obviedad, no incursionaremos en las
excepciones que se presentan ―aún con frecuencia― en los supuestos donde no se
produce una fase por conducta omisiva ―v. gr., no se exterioriza ninguna
negación al no presentarse contestación de demanda o ninguna de las partes hace
uso de su facultad de alegar― o por conducta positiva ―cuando la admisión de
todos los hechos alegados por la contraria releva de la fase de confirmación―.
Lo importante es que las fases estén previstas legalmente de modo tal que sea posible
que las partes las practiquen en todo proceso de acuerdo a un procedimiento
preestablecido.
[27]
Ibídem, p. 235.
[28]
Samaja, Juan, Epistemología y
metodología. Elementos para una teoría de la investigación científica. 3ª ed.,
4ª reimpresión, EUdeBA, Buenos Aires, 2004, pp. 212-213.
[32]
Álvarez Gardiol, Ariel, Introducción a una teoría general del
derecho. El método jurídico, 1ª reimpresión, Astrea, Buenos Aires, 1986, p.
9
[33]
Nos inclinamos por un entendimiento bidimensional del concepto de democracia. La
dimensión formal ―también adjetivada
como procesal o jurídica― está constituida por el aspecto técnico procedimental,
por un conjunto de procedimientos de toma de decisiones. Su faceta sustancial o material contribuye con el
respeto por la libertad, el pluralismo y la participación de las minorías a fin
de priorizar el consenso; incluye el respeto a los derechos humanos y a los
valores propiamente democráticos.
[34]
Montero Aroca, Juan, “Libertad y
autoritarismo en la prueba”, en VV.AA.: Confirmación
Procesal. Colección Derecho Procesal
Contemporáneo, Adolfo Alvarado Velloso y Oscar Zorzoli (dir.). Ediar, Buenos
Aires, p. 208.
[35]
No desconocemos que aisladamente la doctrina ha presentado otras plataformas de
lanzamiento que descartamos por haber sido objeto de justificadas críticas.
[40]
Ibídem, primera parte, p. 28.
[42]
Chaumet, Mario E. y Meroi, Andrea A., “¿Es el derecho un
juego de los jueces?”, Revista Jurídica
Argentina La Ley, Buenos Aires, t. 2008-D, p. 737.
[43]
Más allá de las críticas que podamos hacer a la clasificación generacional de
los derechos, luego de la sencilla y poco discutida separación entre derechos
de primera generación —emanados de la libertad—, segunda —de la igualdad— y
tercera —solidaridad—, asistimos hoy a una carrera entre sectores de la
doctrina que pugnan por atribuir la cuarta, quinta y hasta sexta generación a
determinadas clases o tipos de derechos. Entre
otros, se candidatean a los previsionales —como un desprendimiento de la
segunda generación—, a los derechos de los animales —que incluso cuentan con
una Declaración Universal de los Derechos de los Animales, proclamada el 15 de
octubre de 1978 y aprobada por la UNESCO y la ONU, pese al despropósito de
proclamarlos sujetos de derecho, cuando, en realidad, lo que existen son
obligaciones de los seres humanos hacia ellos—, a los derechos humanos en el
ciberespacio, a los de la sociedad del conocimiento, a los reproductivos y de
la biogénesis, etcétera.
[44]
Carnelutti, Francesco, Cómo se hace un proceso, trad. de Sentís
Melendo y Ayerra Redín. Juris, Rosario, 2005, p. 35.
[47]
La escuela de Frankfurt fue fundada en 1923 por iniciativa de un grupo de
estudiantes, desapareciendo en 1969. Su director más importante y a lo largo de
cuarenta años fue Max Horkheimer.
Militaron en ella pensadores de la talla de Erik Fromm, Theodor Adorno
y Herbert Marcuse; se apoyaba en
un núcleo básico de nutrientes ideológicas: Marx
y algunos discípulos entre los que se destacaba la influencia de Lukacs, Georg F. Hegel y el hegelismo de izquierda y casi al final Sigmund Freud. V. Álvarez Gardiol, Ariel, Derecho
y realidad. Notas de teoría sociológica, Juris, Rosario, 2005, pp. 183-184.
[48]
Álvarez Gardiol, Ariel, “El
paradigma procedimental”, ponencia presentada en el X Congreso nacional de
derecho procesal garantista, Azul, noviembre de 2008, publicado en el Suplemento
de Derecho Procesal de El
Dial.com del 24 de noviembre de 2008, Albremática, Buenos Aires, 2008, cita DCFC5.
[49] Habermas,
Jürgen, Facticidad y validez.
Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del
discurso, 4ª ed., trad. de Manuel Jiménez Redondo, Trotta, Madrid, 1998, p. 652.
[50]
Ibídem, p. 648.
[52]
Briseño Sierra, Humberto, “Esbozo
del procedimiento jurídico”, en VV.AA., Teoría
unitaria del proces, Juris, Rosario, 2001, p. 451.
[53]
Ibídem,
p. 474.
[56]
Briseño García Carrillo, Marco
Ernesto, “El trámite procedimental. Simplificación y unificación de los
procedimientos”, ponencia presentada en el XX Encuentro Panamericano de Derecho
Procesal, Santiago de Chile, agosto de 2007, p. 9.
[58]
Ibídem, p. 248.
[59] Cfr. Couture,
Eduardo , Fundamentos del derecho procesal civil, reimpresión inalterada. Ed.
Depalma, Bs. As., 1977, pp. 201/202.
[61]
Ibídem, p. 251.
[62]
Lorca Navarrete, Antonio María, “El
derecho procesal como sistema de garantías”,
Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, año XXXVI, N° 107,
mayo-agosto 2003, p. 549.
[64]
Binder, Alberto M., El incumplimiento de las formas procesales,Ad-Hoc,
Buenos Aires, 2000, p. 64.
[65]
Alvarado Velloso, Adolfo, “La imparcialidad
judicial y la prueba oficiosa”, en VV.AA, Confirmación Procesal, colección
Derecho Procesal Contemporáneo, Adolfo Alvarado Velloso y Oscar Zorzoli (dir.),
Ediar, Buenos Aires, 2007, p. 18.
[66]
Werner Goldschmidt, en ocasión de
su discurso de recepción como miembro del Instituto Español de Derecho
Procesal, empleó el neologismo partialidad,
diferenciando conceptualmente el ser parte ―la partialidad― con el ser parcial ―la parcialidad― V. Goldschmidt, Werner, “La imparcialidad como principio básico
del proceso (La partialidad y la parcialidad)”, publicado en su libro Conducta y norma, Valerio Abeledo, Buenos
Aires, 1955, pp. 133-154.
[67]
Garderes, Santiago y Valentín, Gabriel, Bases para la reforma del proceso pena,. Fundación Konrad Adenauer,
Montevideo, 2007, p. 190.
[68]
Superti, Héctor, “La
garantía constitucional del juez imparcial en materia penal”, VV.AA.: El debido proceso. Colección Derecho Procesal Contemporáneo, Adolfo
Alvarado Velloso y Oscar Zorzoli (dir.), Ediar, Bs. As., 2006, pp. 334-335.
[69]
Aguiló, Josep, “Independencia
e imparcialidad de los jueces y argumentación jurídica”, conferencia
pronunciada en el Seminario de
argumentación jurídica que tuvo lugar en México D.F. entre los días 23 y 28
de septiembre de 1996, organizado por el Consejo de la Judicatura Federal y el
Departamento de Derecho del Instituto Tecnológico Autónomo de México ―ITAM―.
Publicado en Isonomía, Revista de Teoría y Filosofía del
Derecho N° 6, abril de 1997, ITAM, México D.F., pp. 75-77.
[70]
Ibídem, p. 77. Aguiló Regla considera al objeto del
proceso con un alcance distinto al explicado en este capítulo, párrafos atrás ―v.
apartado 4.2.―
[71] Ibídem, p. 78.
[72]
Garderes, Santiago y Valentín, Gabriel, op. cit., p. 169, que si bien vuelcan esta idea en relación al
proceso penal, bien podemos hacerla extensiva a todo proceso dado que es igualmente
apropiada.
[73]
Gozaíni, Osvaldo Alfredo, Derecho procesal constitucional. El debido
proceso, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2004, p. 21.
[74]
Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón. Teoría del garantismo
penal, trad. de Perfecto Andrés Ibáñez, Alfonso Ruiz Miguel, Juan Carlos
Bayón Mohino, Juan Terradillos Basoco y Rocío Cantarero Bandrés, Trotta,
Madrid, 1995, p. 636, nota 84.