Antecedentes académicos y profesionales

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Buenos Aires, Argentina
Doctor en Derecho y Magíster en Derecho Procesal (Universidad Nacional de Rosario). Director del Departamento de Derecho Procesal Civil (Universidad Austral, Buenos Aires). Profesor Adjunto regular de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Docente estable en la Maestría en Derecho Procesal (Universidad Nacional de Rosario). Profesor Invitado a la Especialización en Derecho Procesal y Probatorio de la Universidad del Rosario (Bogotá, Colombia) y a la Especialización en Derecho Procesal de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Miembro Titular del Instituto Panamericano de Derecho Procesal. Abogado y experto en litigación. Consultor internacional. Autor de cuatro libros y más de treinta artículos de doctrina, además de haber escrito otros tres libros como coautor y participado en obras colectivas. Sus trabajos de doctrina fueron publicados en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Paraguay, Perú y Uruguay. Ha dictado cursos y conferencias en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay. Miembro de la Comisión Redactora del Anteproyecto de CPCCN

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Bienvenidos. Muchas gracias por visitar el blog. Encontrarán algunas novedades e información sobre distintas actividades académicas y debates procesales. También se irán presentando mis publicaciones, incluyendo artículos de doctrina relacionados con el derecho procesal y los sistemas de justicia en Latinoamérica. El desafío es construir juntos, a partir de los Derechos Humanos bien entendidos, una justicia mejor, que se ocupe del hombre que acude a ella.
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22 de diciembre de 2012

LA DIFERENCIA CONCEPTUAL ENTRE PROCESO Y PROCEDIMIENTO: PIEDRA ANGULAR PARA CONSTRUIR EL GARANTISMO PROCESAL

La impulsividad, finalismo y consumismo del movimiento posmoderno encuentran su eco entre quienes enarbolan los estandartes de una justicia expedita, rápida y eficaz sostenida con figuras que apuntan a la celeridad ―aun a costa del debate procesal y el resguardo del derecho humano de defensa en juicio―. Tender hacia una procedimentalización que se agote en sí misma coadyuva al cumplimiento de los objetivos trazados, que pueden lograrse a través de caminos más o menos sutiles.
Arribamos al nudo del problema, que nos permitirá advertir cómo a partir de la falta de rigurosidad conceptual y terminológica es posible desnaturalizar al proceso, logrando la anhelada procedimentalización.
Ya hace tiempo que algunos autores ―como Francesco Carnelutti― han detectado correctamente el inconveniente que crea para el estudio del derecho procesal el lenguaje corriente, en razón de la afinidad de los vocablos proceso y procedimiento. Desde el punto de vista del uso común ―señalaba el maestro italiano― se puede considerar que se trata de dos sinónimos, pero en el uso de la ciencia del derecho tienen significados profundamente diversos; desgraciadamente los juristas, no habituados todavía al rigor en la elección de las palabras, los cambian a menudo, con resultados deplorables para la claridad de la exposición[1]. La doctrina, en líneas generales, no ha logrado dar adecuada solución conceptual al costado diferenciador entre proceso y procedimiento.
La autonomía lógico-jurídica de las dos figuras permite que sus elementos y estructuras sean considerados por separado, aunque en la práctica reiteradamente se presenten yuxtapuestas. Tal vez esta coincidencia temporal en cuanto a la manifestación haya provocado alguna confusión[2].
Reviste especial interés desmembrar y apreciar adecuadamente el proceso y el procedimiento. Por un lado, abre las compuertas para el despliegue de un estudio sistemático y con aspiraciones metodológicas científicas de nuestra disciplina; por el otro, sirve para rescatar al proceso como método de efectivización y respeto de derechos. De allí que la influencia de esta distinción no será sólo teórica, sino también empírica.
Como aperitivo del desarrollo venidero, podemos indicar que el procedimiento aparece en todas las instancias y el proceso sólo es hallable en la acción procesal y no en las restantes instancias. De lo que puede extraerse que todo proceso necesariamente contiene un procedimiento, pero no todo procedimiento constituye un proceso. Tenemos de este modo la primera pista para explicar ambos conceptos: el recurrente concepto de instancia ―que en el sentido aquí otorgado, nada tiene que ver con el grado de conocimiento judicial―. Por allí comenzaremos.

1. El concepto de instancia y su clasificación

Para que el concepto de proceso sea edificado con los derechos humanos, se precisa que compartan un objetivo: el respeto por la dignidad de la persona humana. Así, el punto de inicio y eje común es el hombre.
Esta idea, trasladada al plano teórico, nos conduce a la noción de instancia en la acepción utilizada: una derivación del derecho fundamental de peticionar a las autoridades ―consagrada explícita o implícitamente[3] en constituciones y tratados internacionales de derechos humanos[4]― y del dinamismo que se le reconoce a la norma procedimental ―dado que su estructura no es disyuntiva como en la norma estática, sino que tiene continuidad consecuencial pues a partir de una conducta encadena imperativamente una secuencia de conductas―[5].
Desde el concepto de instancia la iniciativa es retenida por la persona humana, privilegiándose así a quienes recurren a la justicia. El reconocimiento del derecho humano de peticionar a las autoridades permite la vida en libertad y el irrestricto respeto de los derechos, pues de lo contrario las personas quedarían a merced de la voluntad del poder y sin participación alguna. Es una civilizada manera de vincular al hombre con el Estado, de expresarse para ser oído y de obtener una resolución acorde al derecho. De allí que todo sistema jurídico que se precie de democrático contemple esta posibilidad, ya sea ―tal como asentamos― explícita o implícitamente.
Por consiguiente, la instancia es el derecho que tiene una persona de dirigirse a la autoridad para obtener de ella, luego de un procedimiento, una respuesta cuyo contenido no puede precisarse de antemano[6]. Con este concepto, junto a la idea de dinamismo, el derecho procesal logra nuevos bríos, a partir de ideas gestadas hace poco más de medio siglo y que continúan en constante expansión hasta nuestros días, a raíz de su acercamiento con los derechos humanos.
Humberto Briseño Sierra
Ya el aquí recordado Eduardo Couture en el primer tomo de sus Estudios de derecho procesal civil[7] venía aceptando la importancia del derecho constitucional de petición desde que la acción procesal se erige en forma típica de aquél al ser su especie, haciendo evolucionar el aporte del constitucionalismo del siglo XIX que, desde entonces, consideraba a la ley procesal como la norma reglamentaria del ya mencionado derecho de peticionar. Sin embargo, el notable avance lo genera Humberto Briseño Sierra poco tiempo después, al no limitar su concepción a la petición sino al incorporar la noción de instancia y lograr clasificarla en seis posibles: petición, denuncia, querella, queja, reacertamiento y acción procesal[8].
Así, la petición es una declaración de voluntad con el fin de obtener un permiso, habilitación o licencia de la autoridad; la denuncia es una simple participación de conocimiento a la autoridad; la querella es una declaración de voluntad para que se aplique una sanción a un tercero[9]; la queja es la instancia dirigida al superior jerárquico ante la inactividad del inferior para que lo controle y eventualmente sancione; el reacertamiento también se dirige al superior jerárquico pero con el fin de que revoque una resolución del subordinado. Puede advertirse un detalle no menor: que estas cinco clases de instancias presentan una relación dinámica sólo entre dos sujetos, uno que actúa como peticionante y otro  como autoridad.
La acción procesal, en cambio, es el único tipo de instancia que enlaza a tres sujetos: actor o acusador, demandado o acusado y autoridad ―juez o árbitro―. Por consiguiente, exclusivamente la acción procesal constituye una instancia proyectiva o necesariamente bilateralizada, presentando una estructura inconfundible con las restantes. Se trata de un derecho, no un hecho, que contiene una pretensión de carácter conflictivo ―ya que son dos partes las que discuten sobre su concesión― que arranca de su titular, pasa por la jurisdicción y termina en el ámbito jurídico de quien debe reaccionar, aunque no lo haga[10]. Este derecho de acción presenta siempre igual esquema, sin que en absoluto lo modifique la materia pretensional que incluya.
Con estas sucintas referencias a la instancia y su clasificación, estamos en condiciones de ingresar al terreno del proceso y del procedimiento.


Más allá de las numerosas definiciones dadas por la doctrina sobre el proceso jurisdiccional, nos interesa particularmente examinarlo como garantía para el resguardo de derechos reconocidos explícita o implícitamente, respetando cierta  metodología y sistematización.
Esta plataforma ―per se― descarta aquellos intentos basados en la fusión o amalgama conceptual entre proceso y procedimiento. Sin embargo, lo apreciado no basta para acceder al entendimiento cognoscitivo del proceso, pues es menester, ante todo, la observación de sus datos esenciales. Entonces, habrá que hallar y examinar sus notas constitutivas primero y establecer luego cuál es su nota distintiva, aquélla que lo hace inconfundible.
Las notas constitutivas del proceso hacen a su esencia, de tal suerte que la ausencia de al menos una de ellas indicará que estamos frente a otro fenómeno. Para hallarlas apuntaremos a los datos cuantificables que lo integran, que a su vez se evidencian o patentizan en las conductas de los sujetos principales que en él actúan.
El aspecto constitutivo e imprescindible está compuesto por conductas ―comprendiendo las omisivas, como en el caso de la contumacia, la rebeldía o abandono del proceso―. Estas conductas serán llevadas a cabo por el demandante, la autoridad que luego juzgará y el demandado ―y en su caso, los terceros que se conviertan en partes procesales― y se repiten en serie con la particularidad de que tienen un carácter proyectivo, pues son enlazadas por la acción procesal ―única instancia proyectiva―.
El proceso ―según enseñanzas de Humberto Briseño Sierra― es, entonces, una serie de actos proyectivos. Si la índole institucional explica la coexistencia de normas públicas y privadas, principio de transitividad, la nota referente a la serie destaca el dinamismo o la continuidad del dinamismo de las instancias que, de por sí, son proyectivas. Pero el dinamismo de la serie ―agrega el autor en cita― es algo más que movimiento conceptuado, es progreso, es avance[11]. Lo propio, lo exclusivo del proceso es el seriar las instancias o los actos proyectivos[12]. Los elementos son los actos proyectivos y la estructura es la serie[13].
En consecuencia, entendemos que la conducta, la serie y la proyectividad son notas constitutivas del proceso.
El proceso se genera a partir de conductas humanas ―incluso omisivas― de sujetos, que se conectan por medio de un procedimiento y que se exteriorizan canalizándose por algún medio de expresión respetando ciertas condiciones de lugar, tiempo y forma. Aparece la actividad como su primer nota constitutiva pero no distintiva, pues también el procedimiento se edifica con actos[14].
Adolfo Alvarado Velloso
La segunda nota constitutiva del proceso es la serie, estructura que tiene su importancia no sólo por vincular ordenadamente conductas y proyectividad, sino porque contribuye con el dinamismo de las instancias bilaterales. Se trata no de cualquier tipo de serie, sino específicamente de una serie lógica, que se presenta siempre de una misma e idéntica manera, careciendo de toda significación el aislamiento de uno cualquiera de sus términos o la combinación de dos o más en un orden diferente al propio de la serie. Lo lógico de la serie procesal es su propia composición, ya que siempre habrá de exhibir cuatro fases ―ni más ni menos― en un orden determinado: afirmación-negación-confirmación-evaluación[15]. El carácter lógico de la serie se presenta irrebatible a poco que se advierta que las fases del proceso son las que deben ser ―por una lógica formal― y que se hallan colocadas en el único orden posible de aceptar en un plano de absoluta racionalidad[16].
La seriación dinámica de conductas proyectivas del proceso obedece a un orden que respeta su esencia, a la cual debe ajustarse el procedimiento que sigue a fin de no desnaturalizarlo. Sin embargo, tampoco estamos ante la nota distintiva, ya que en el procedimiento también se observa una serie.
Entonces, arribamos así a la tercera nota constitutiva, que es la proyectividad. Para explicarla, debemos tener en cuenta el concepto de instancia y su clasificación ―que ya señalamos― prestando especial atención a la acción procesal, único tipo de instancia que enlaza a tres sujetos: actor o acusador, demandado o reo y autoridad ―juez o árbitro―. La proyectividad hace que el accionar del actor llegue primero a la autoridad y que de ella ―dictando un proveído de traslado― arribe al demandado ―para que pueda ejercer su derecho de defensa―. El camino inverso se transita en caso de reacción procesal de éste.
El marco teórico descrito explica dos cuestiones sustanciales que son cruciales: a) como la sentencia no integra el proceso, sino que es su objetivo, necesariamente queda protegido en iguales condiciones ―para ambas partes― el derecho a ser oído por la autoridad antes de resolver heterocompositivamente el litigio; b) la autoridad, como sujeto del proceso, no se entromete en el debate, que es propio de las partes que deben ser oídas. No obstante, la actuación del juzgador es imprescindible durante el curso del proceso, al tener una misión primordial: resolver ante cada acto procedimental recibido de cualquiera de los litigantes si debe ser proyectado y, por ende, trascender al proceso.
La proyectividad del accionar está lógico-jurídicamente prevista para originar una serie de dos, tres o más fases continuadas. La serie de instancias proyectivas explica la existencia de una figura dinámica, en busca de una resolución, de una actuación del tercero imparcial que recaiga cuando el proceso mismo haya terminado[17]. Y en esta serie no puede eliminarse la naturaleza proyectiva de las conductas[18], porque si no hay proyección sólo encontraremos conexión, transportándonos al campo del procedimiento no procesal.
Por consiguiente, la proyectividad no sólo es nota constitutiva de la esencia del proceso, sino que debe ser destacada como su elemento distintivo. De tal modo, representa su reducción eidética, detectable en relación a conductas seriadas de los sujetos principales.
En definitiva, cuando hacemos mención al proceso, nos estamos refiriendo a una serie dinámica de actos jurídicos procedimentales que incluyen un significado procesal que son recibidos por la otra parte a través de una autoridad que los proyecta. Con este esquema, queda asegurado el pleno ejercicio del derecho fundamental de defensa en juicio de ambos contrincantes en igualdad de condiciones jurídicas, ante un tercero imparcial que dictará resolución sobre el litigio.
Siguiendo estos lineamientos, se observa que el proceso es el medio de debate por excelencia para el resguardo pleno de los derechos, que debe aplicarse siempre que éstos se encuentren en litigio ―alcanzando igualmente a los derechos de primera, segunda o tercera generación―. Es el método que necesariamente se debe respetar a fin de lograr una decisión acorde al derecho. Por ello no nos parece apropiado que se dejen de lado los principios de imparcialidad o igualdad aduciendo casos especiales basados en cierta clase de pretensiones o en la supuesta debilidad de un contendiente frente a otro. El único camino que conduce a que una sentencia tenga la aspiración de alcanzar la justicia es el respeto del derecho de defensa en juicio en igualdad jurídica de condiciones de ambos contendientes, dictada luego de un proceso y bajo condiciones de imparcialidad aseguradas desde el sistema mismo.
El proceso respetuoso de los derechos humanos solamente se ve reflejado en el sistema dispositivo o acusatorio, único que contiene esta estructura adecuada y conducente ―actor o acusador, demandado o acusado y autoridad― con un claro reparto de roles y funciones de manera tal que se respetan dos principios basales: igualdad de las partes e imparcialidad ―en sentido amplio― del juzgador. El sistema inquisitivo o inquisitorio no responde al modelo diseñado desde que la autoridad tiene poderes para acusar, probar y juzgar, generando una estructura bipolar y meramente procedimental de enjuiciamiento donde nunca cabrá el concepto de proceso como método de debate garantizador de los derechos humanos.

3. El procedimiento

En la actualidad muestran una preocupación por atender al amplio concepto de procedimiento no sólo expertos en derecho procesal sino también juristas de otras ramas, filósofos y estudiosos de las ciencias políticas. Por tanto, es sencillo comprender que el procedimiento no es patrimonio exclusivo del proceso ni constituye ―según ya remarcamos― su nota distintiva.
Las conductas humanas que efectúan los sujetos del proceso no pueden quedar aisladas o desarticuladas entre sí, porque la proyectividad que lo distingue no tendría cabida. Es necesario conectarlas permitiendo el desarrollo de la serie observando un orden lógico. Estas conexiones, estos contactos entre conductas, se materializan a través del procedimiento. De allí que sea imprescindible para todo proceso contener un procedimiento. Como éste opera sobre la conexión de conductas, razones sistemáticas enlazadas con la previsibilidad y seguridad jurídicas imponen establecerlo previamente y en sintonía con los derechos humanos, de donde emanan la orientación del macrosistema y los principios del proceso, que a su vez determinan la logicidad de la serie procesal.
Como primera aproximación a la noción de procedimiento jurídico, su unidad no debe ubicarse en la conceptualización del pretender ni del prestar, sino en el fenómeno material de la conexión de conductas humanas. De aquí ya podemos separar dos aspectos importantes del procedimiento: la materialización y la conexión, en ambos casos en relación a los actos que lo componen. Esto nos conduce a observar las instancias que integran todo procedimiento, destacando su carácter bilateral o simple en atención a que conectan conductas de dos ―y sólo dos― sujetos: recorre un camino que nace en una solicitud, petición o pedido de una persona y finiquita en la resolución que emite otra ―autoridad―.
Situándonos en el concepto que nos ocupa, hallamos como nota distintiva o particular una conexión simple, un contacto que surge desde un instar bilateral. En el proceso, en cambio, encontramos el ya explicado instar proyectivo, aunque en él siempre estará presente un procedimiento. Porque el procedimiento no es otra cosa que una sucesión de conexiones de actos jurídicos de distintos sujetos; no es la mera sucesión, ni tampoco basta con la referencia a los actos, pues debe resaltarse la conexión, dado que la sucesividad de conexiones es lo procedimental[19]. Aparece, para formarlo, un encadenamiento de cierto tipo de conductas. En consecuencia, la conexión representa la reducción eidética de todo procedimiento.
Podemos añadir que se trata de la secuencia y de las conexiones de conductas, de manera que un procedimiento no es concebible ante la ausencia de cualquiera de estos términos: no lo hay si faltan las conductas, tampoco si se carece de conexiones y, finalmente, si las conexiones no se siguen una tras otra de una manera regular[20]. Si, como afirmamos, importan la materialización y la conexión de actos jurídicos que se suceden, es necesaria la intelectividad, el entendimiento, porque a diferencia de la mera reunión o yuxtaposición de actos, el significado de la sucesión no está en la materialidad sino en la inteligibilidad[21].
Hace falta que, de alguna manera, el procedimiento esté estipulado con cierta precisión, determinando su principio y su final y ―dentro de estos extremos― una variedad de conexiones entre los actos que realicen los sujetos participantes regulando sus aspectos temporales, espaciales y formales.





[1] Cfr. Carnelutti, Francesco: Instituciones del proceso civil. Trad. de la 5ª ed. italiana por Santiago Sentís Melendo, tomo I, Buenos Aires, EJEA, 1959, pp. 419-420.
[2] Cfr. Briseño Sierra, Humberto: El derecho procedimental. México D.F., Cárdenas, 2002, p. 628.
[3] La consagración de los derechos implícitos en los diferentes ordenamientos se fundan en que los derechos fundamentales son inherentes a la dignidad de la persona y, por lo tanto, son pre-existentes y superiores a toda constitución o instrumento del derecho internacional de los derechos humanos. La inclusión de estos derechos implícitos conforma un sano reconocimiento de que las limitaciones propias del hombre hacen imposible la recepción de manera explícita de todos los derechos humanos, sirviendo por lo tanto de mecanismo para su permanente positivización. V. Santiago, Alfonso (h): En las fronteras entre el derecho constitucional y la filosofía del derecho. Consideraciones iusfilosóficas acerca de algunos temas constitucionales, Buenos Aires, Marcial Pons Argentina, p. 62.
[4] La libertad de petición contenida en el primer borrador de la Declaración Universal de Derechos Humanos y en varias de sus revisiones, no figura en la redacción definitiva por iniciativa de Gran Bretaña (Cfr. Padilla, Miguel M.: “Cómo nació la Declaración Universal de los Derechos Humanos”, Revista Jurídica Argentina La Ley, tomo 1988-E, 1988, Buenos Aires, La Ley, p. 1084).
[5] Cfr. Alvarado Velloso, Adolfo: Introducción al estudio del derecho procesal, primera parte. Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 1992, p. 36.
[6] En esta línea, v. Briseño Sierra, Humberto: Derecho procesal, volumen II, México D.F., Cárdenas, 1969, pp. 169 y 171. V. también Alvarado Velloso, Adolfo, Introducción… op. cit., primera parte, p. 37.
[7] V. su célebre trabajo que integraba dicha obra titulado “Las garantías constitucionales del proceso civil”, tomo 1, Buenos Aires, Ediar, 1948, p. 34.
[8] Cfr. Briseño Sierra, Humberto: Derecho procesal, op. cit., volumen II, pp. 172-182 y Compendio de derecho procesal, México D.F., Humanitas, 1989, p. 173. Por su parte, Adolfo Alvarado Velloso (v. Sistema procesal: garantía de la libertad, tomo I, Santa Fe, Rubinzal-Culzoni, 2009, pp. 55-65) entiende que son cinco las posibles instancias: petición, reacertamiento, queja, denuncia y acción procesal. 
[9] Esta categoría bien puede incluirse en la acción procesal.
[10] Cfr. Briseño Sierra, Humberto: Compendio… op. cit., p. 174.
[11] Ibídem, p. 244.
[12] Ibídem, p. 245.
[13] Cfr. Briseño Sierra, Humberto: Derecho procesal, op. cit., vol. III, p. 112.
[14] Profundizando la observación dirigiéndose a la praxis, se ha advertido sobre casos donde un mismo acto que sirve al proceso es utilizado en el procedimiento, cuestión que parecería absurda o hasta contradictoria si no fuera porque todo acto tiene una manifestación y varios significados (Cfr. Briseño Sierra, Humberto: Compendio…, op. cit., p. 250). Entonces, la misma conducta es suficiente para promover la iniciación de la secuencia de conexiones y la iniciación de la instancia proyectiva; no hay necesidad de dos escritos, uno en que se consigne la conexión y otro en que se concreten las pretensiones que hacen de la instancia el sentido de proyectividad (Cfr. Briseño Sierra, Humberto: El derecho procedimental, op. cit., p. 628). Lo expuesto sintoniza con la apuntada necesidad que tiene todo proceso de contener un procedimiento.
[15] Las fases del proceso deberán conservar un orden inalterable, sin que pueda suprimirse ninguna. Cada una es el precedente de la que continúa. Por su obviedad, no incursionaremos en las excepciones que se presentan ―aún con frecuencia― en los supuestos donde no se produce una fase por conducta omisiva ―v. gr., no se exterioriza ninguna negación al no presentarse contestación de demanda o ninguna de las partes hace uso de su facultad de alegar― o por conducta positiva ―reconocimiento de hechos que releva de la fase de confirmación―. Lo importante es que las fases estén previstas legalmente de modo tal que sea posible que las partes las practiquen en todo proceso de acuerdo a un procedimiento preestablecido.
[16] V. Alvarado Velloso, Adolfo: Introducción…, op. cit., primera parte, pp. 234-235.
[17] Cfr. Briseño Sierra, Humberto,:El derecho procedimental, op. cit., p. 629.
[18] Cfr. Briseño Sierra, Humberto: Compendio… op. cit., p. 244.
[19] Cfr. Briseño Sierra, Humberto: Derecho procesal, op. cit, vol. III, p. 121.
[20] Cfr. Briseño García Carrillo, Marco Ernesto: El trámite procedimental. Simplificación y unificación de los procedimientos. Ponencia presentada en el XX Encuentro Panamericano de Derecho Procesal, Santiago de Chile, agosto de 2007, p. 9.
[21] Cfr. Briseño Sierra, Humberto: Compendio…, op. cit., p. 247.

20 de diciembre de 2012

CRÍTICA AL DENOMINADO “DERECHO PROCESAL SOCIAL”: La desnaturalización del proceso como garantía

          
    Sabido es que el estudio del derecho procesal no se agota en el conocimiento del contenido de los códigos y leyes de procedimiento. Si bien aún no se ha erradicado su enseñanza exclusivamente desde la monotonía del normativismo y la repetición dogmática de argumentos de autoridad, permanece latente el atractivo que emana de las distintas perspectivas que ha cobijado a lo largo del tiempo. Sin dudas, detrás del derecho procesal hay un trasfondo filosófico, político, cultural, económico, sociológico e ideológico que debe ser atendido. 
Entre las diversas visiones del fenómeno procesal que se fueron gestando, en esta oportunidad nos referiremos a la que se difunde con la denominación de derecho procesal social. Esta tendencia fue desarrollada en Latinoamérica principalmente por autores mexicanos, respondiendo a una particular interpretación de la implantación temprana del constitucionalismo social ―conocidos hogaño como derechos de segunda generación― en los artículos 27 y 123 de la Constitución de 1917. Si bien las prédicas iniciales fueron hace muchos años, en la actualidad el derecho procesal social recobra vigencia de la mano del florecimiento de concepciones autocráticas y populistas en algunos países de nuestro continente.
Veamos en qué consiste esta concepción, recurriendo a connotados autores.
Alberto Trueba Urbina
      Se sostiene que el derecho procesal social ha generado por fuerza su propia teoría científica, emanada de la realidad y la injusticia reinante, resuelta antagónica e irreconciliable con el derecho procesal burgués. Se trata de una disciplina revolucionaria, inspirada en la tutela y reivindicación de quienes laboran en la ciudad y en el campo, así como de los grupos humanos homogéneos económicamente desvalidos[1]. Destaca que se habla de un derecho procesal general de nuevo cuño, inspirado y surgido de las guildas, las cofradías, los colegios, las corporaciones y los gremios, cuando no de los propios consejos de prudentes. Vistos los nuevos reclamos y el imperativo de alcanzar la justicia social, su finalidad propende a la tutela y la reivindicación de la población trabajadora; se trata de la nueva ciencia del proceso que trastoca y revoluciona, según considera Trueba Urbina[2], los tabúes tradicionales de la prueba, la sentencia, la imparcialidad formal del juzgador, la equidad procesal y la cosa juzgada. Propendiente, en todo caso, a la jurisdicción colegiada y social, así como a la justicia por compensación, su autonomía científica rompe con la unidad tradicionalista y la esencia formalista de la justicia de las conmutaciones.
     En tal línea se afirma que fatalmente, para la nueva dogmática del derecho procesal contemporáneo, sustentada en la trilogía fundamental: acción, jurisdicción y proceso, esta disciplina implica dos grandes sectores doctrinales: la teoría general del proceso y la teoría general del proceso social. La parte general del derecho procesal social se desdobla y clasifica en derecho procesal del trabajo, derecho procesal agrario y derecho procesal de la seguridad social[3].
       Finalmente ―remarca Santos Azuela― la autonomía del derecho procesal social es consecuencia de la evolución de sus instituciones en contacto con sus propias realidades, de tal suerte que sus ramas no se entienden expropiadas del derecho procesal tradicional. Por lo mismo, ha de entenderse que la originalidad de sus normas, técnica y procedimiento son no sólo incompatibles sino sustancialmente diversos de los del derecho procesal burgués, según el sentir apasionado de Alberto Trueba Urbina[4]. De esta suerte, respetando la bilateralidad e igualdad procesal de las partes, así como restringiendo sus alcances a la tutela y compensación de los intereses sociales, el derecho procesal social no puede cumplir su contenido y perdería su sustancia asimilándose al derecho procesal de antiguo cuño[5].
        Otro estudioso de esta corriente explica[6]:
[…] debido a la necesidad de superar los obstáculos del derecho procesal civil tradicional, inspirado en criterios liberales e individualistas, empezó a abrirse paso la necesidad de encontrar nuevas fórmulas procesales para tutelar los derechos de los grupos sociales más débiles de la sociedad, y por ello tomando en cuenta que tales derechos forman parte del sector del mundo jurídico que se conoce con el nombre sugestivo, aun cuando equívoco, de derecho social, cuya denominación ya a penetrado profundamente en la ciencia jurídica contemporánea, fue necesario establecer las normas procesales adecuadas para la debida realización de tales derechos considerados como sociales. [7]
En esta dirección surgió, primeramente, como es bien sabido, el derecho procesal del trabajo, como aquella rama independizada del proceso civil tradicional, en la cual se estableció el principio fundamental que el ilustre tratadista uruguayo Eduardo J. Couture denominó certeramente igualdad por compensación, y que significa otorgar a la parte débil del proceso, en ese supuesto, al trabajador, determinadas ventajas procesales que pudiesen equilibrar su situación real respecto de la parte más poderosa, es decir, el empresario, lo que implicó el establecimiento de otros principios formativos derivados del primero, entre los cuales podemos enumerar brevemente: la supresión de los formalismos expresivos; la concentración del procedimiento; la inmediación del juzgador con las partes, lo que implica la implantación, así sea limitada, de la oralidad; la inversión en algunos supuestos, de los principios tradicionales de la carga de la prueba; y el otorgamiento al juzgador de facultades de dirección del proceso, entre las cuales destacan las relativas a la facultad de aportar oficiosamente elementos de convicción no ofrecidos por las partes, pero necesarios para la resolución justa de la controversia; la corrección de errores de la parte débil en el proceso; la supresión de la prueba legal o tasada y su sustitución por el sistema de valoración de la sana crítica o razonada de las mismas pruebas, etcétera[8]
      Luego de enseñar el autor mexicano que estos principios introducidos primeramente en el proceso laboral, se proyectaron posteriormente, en lo que resultaban aplicables, al derecho procesal agrario ―al menos en los aspectos de tutela de los campesinos en relación con los terratenientes, a los procedimientos de seguridad social y a la tutela procesal de familia, así como la de menores e incapacitados― expone:
En resumen, nos atrevemos a afirmar que en la actualidad existe un sector robusto en el campo del proceso, que se puede calificar como derecho procesal social, y que comprende, al menos en la situación actual de su desarrollo, tres ramas claramente conformadas, con aspectos peculiares, pero que comparten varios principios fundamentales, y que son las relativas al derecho procesal laboral, agrario, y de la seguridad social, con algunos aspectos que se van incorporando, como los del proceso familiar, de menores e incapacitados.[9]
Finalmente refiere:
Por otra parte, la evolución pujante del derecho procesal social de nuestra época ha influido en la modernización de otras ramas de enjuiciamiento, como la anquilosada del derecho procesal civil tradicional, al incorporar algunos de los principios formativos introducidos por el proceso social, como los relativos a la supresión de formalismos, la concentración del proceso, la tutela de la parte débil, las facultades de dirección del juzgador y la apreciación razonada y crítica de las pruebas, entre otros.[10]
Esta línea de pensamiento, en nombre de los intereses sociales, considera contraproducente respetar la bilateralidad y la igualdad procesal de las partes, promoviendo que el juzgador tome activa participación a favor del litigante débil, a costa de la imparcialidad. Los derechos del hombre que vive en sociedad son superados por los derechos de la sociedad, que en realidad dependen del interés del Estado determinados por sus gobernantes de turno.
El derecho procesal social al menos presenta algunos inconvenientes si se lo confronta con los parámetros de un sistema democrático respetuoso de los derechos humanos, pues si bien puede tener buenas intenciones, colisiona sin dudas con el artículo 10 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros pactos que integran el Derecho Internacional de los Derechos Humanos que garantizan la igualdad procesal y el derecho a ser juzgado por un tercero imparcial e independiente.
En la faz técnica y conceptual podemos adelantar dos críticas al llamado derecho procesal social:
1. No se diferencian adecuadamente los conceptos de proceso y de procedimiento.
2. Se anuncia a ciertos “principios” ―rectius, reglas procedimentales― del derecho procesal social como hallazgos de esta corriente, cuando en realidad son muy anteriores a sus primeras manifestaciones, pudiéndose verificar algunos antecedentes en la Ordenanza Josefina de 1781 y en el conocido Reglamento de Franz Klein para el Imperio Austrohúngaro, dictado en 1895 y que rigió a partir de 1898.
La novedad que efectivamente consagra el derecho procesal social es su punto de partida: presupone la existencia en el proceso de una parte que caracteriza como siempre débil ante otra que considera siempre fuerte, que no es otra cosa que el reflejo de una desigualdad real. Se trata, según esta concepción, de lograr una igualdad material y no meramente formal ante el ordenamiento jurídico. Sólo así se otorgarían a las partes las mismas oportunidades en el proceso[11].
Nuestros reparos a esta postura pasan por varios meridianos.
En primer lugar, no propone un método serio que determine la condición de parte débil o fuerte en que se sostiene toda esta concepción, sino que se prejuzga o establece dogmáticamente de manera general e invariable para todos los procesos donde se enfrenten representantes de ciertos grupos ―terratenientes, campesinos, patrones, trabajadores, etcétera―.
Coincidimos con los defensores del derecho procesal social en cuanto a que en el plano de la realidad social pueden existir indudables diferencias entre los integrantes de estos grupos. De hecho, es una situación que se verifica a menudo y resulta indiscutible. Sin embargo, planteamos una segunda objeción: la “igualación” debe ser justamente en el plano de la realidad social, no en el plano jurídico-procesal. Si se efectúa solamente en éste es insuficiente y muchas veces sólo abstracta y teórica; si se realiza en ambos planos es excesiva, pues iguala primero y desiguala para el otro lado después.
En otras palabras, estamos de acuerdo en que el legislador, sensible a diferencias sociales, busque desde sus normas emparejar situaciones para brindar protección a quien en ciertas circunstancias pueda encontrarse en inferioridad de condiciones: v. gr. estableciendo privilegios o facilidades para los trabajadores en las leyes laborales como la presunción de que todo pago recibido por el empleado se reputa con reserva o hasta el mismísimo principio in dubio pro operario.
Sin embargo, pretender que el juez favorezca a una parte porque la cree  débil con el objeto de igualarla con la que considera poderosa sería lo mismo que pedirle al árbitro de un combate de boxeo que le empiece a pegar a quien va ganando la pelea ―o peor, empezar a golpear desde el primer round a quien presume ganará― o al referee de fútbol que haga tantos goles como sean necesarios para que el equipo que va perdiendo logre empatar el partido. La función de la autoridad (ya sea deportiva o jurisdiccional) no es la de igualar, sino la de juzgar[12]. No podemos olvidar la sustancial diferencia que en torno a la legitimación presenta el legislador y el juez, desde que aquél es elegido por el voto popular y éste en la mayoría de los casos no.
Se ha enseñado que se ha llegado a caracterizar la misión del juez como la de un médico social o de un ingeniero social. Sin negar las modificaciones sustanciales y multiformes que los tiempos modernos vienen imponiendo a la concepción tradicional de dicha misión, advierten otros que, al menos en el estadio actual del desarrollo histórico de nuestros países, constituiría una vana ilusión el intento de transferir para los órganos judiciales la responsabilidad por la promoción de cambios cuya iniciativa primaria corresponde a los poderes strictu sensu políticos del Estado. El proceso, en realidad, no puede ser el vehículo principal de anhelos reformistas. No le incumbe esencialmente aplanar diferencias entre los litigantes en cuanto a la fortuna, a la posición social, al prestigio, a la cultura, por no hablar de otras que hunden sus raíces en la misma naturaleza[13].
Téngase en cuenta que el concepto de proceso entendido como garantía confiere igualdad de oportunidades a los litigantes de tal manera que no es su tarea igualar las diferencias que ambos puedan presentar en el plano de la realidad social. Justamente el gran mérito del proceso es hacer iguales a los desiguales. Cualquier inobservancia del principio de igualdad rompe el equilibrio del método de debate y pone en jaque la imparcialidad que debe mantener quien resuelve el litigio.
Como tercera crítica, lo propuesto por el derecho procesal social coadyuva a que el proceso se desnaturalice y se convierta en un trámite amorfo y desentendido de la seguridad jurídica, ya que las reglas pueden ser modificadas imprevistamente por el magistrado en cualquier momento, aún luego de finalizado.
Con lo expuesto concluimos que la propuesta que formula el derecho procesal social para resolver los litigios no se nutre de un proceso, sino de  un procedimiento cuyo objetivo es crear un marco que favorezca a quien presupone débil. Por lo tanto, su razón de ser es igualar en el plano jurídico-procesal a través de la ayuda que el juez proporciona a quien considera débil, centrando su preocupación más en el resultado del litigio que en la resolución del conflicto real.  
 De esta manera el costo que se paga por la pretendida igualación es la indefensión de uno de los litigantes. Allí radica el peligro de igualar en el proceso en vez de hacerlo en el plano social. Más aún: si hay indefensión no hay proceso. Encallamos, en consecuencia, en una aporía: se propone un proceso que busca la igualdad, pero que en realidad no es proceso porque engendra indefensión para igualar.
Entonces el derecho procesal social no sólo nos introduce en un laberinto sin salida, sino que ―como paradoja― presenta su poca utilidad social: o bien no soluciona los conflictos o bien, al intentar resolver un litigio, devuelve a la sociedad otro conflicto ―que puede ser planteado en base al estado de indefensión que genera su propio intento de igualación en el proceso, que en verdad se transforma en mero procedimiento―.  





[1] Cfr. Santos Azuela, Héctor: “La teoría general del proceso en el sistema del derecho procesal social”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, Nueva Serie Año XXXIV, Número 101, Mayo-Agosto 2001, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, México D.F., pp. 575-576. En http://biblio.juridicas.unam.mx/revista/pdf/DerechoComparado/101/art/art6.pdf, 20/12/12.
[2] Cfr. Nuevo derecho procesal del trabajo, Porrúa, México D.F., 1971, nota 8, p. 49.
[3] Ibídem, pp. 49 y sgtes.
[4] Ibídem, pp. 50 y sgtes.
[5] Cfr. Santos Azuela, Héctor, op. cit., pp. 576-577.
[6] Dado el particular estilo de aplicar la sintaxis en el trabajo consultado, preferimos transcribir textualmente los párrafos pertinentes en este caso para no alterar en lo mínimo la concepción del autor.
[7] Fix-Zamudio, Héctor: Ensayos sobre el derecho de amparo, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, México D.F, 1993, pp. 281-282.
[8] Ibídem, p. 282.
[9] Ibídem, p. 283.
[10] Ibídem.
[11] Nótese que en Colombia, donde rige un Estado Social de Derecho a partir de su Constitución Política de 1991, recepta esta idea el flamante Código General del Proceso, aprobado el 12 de julio de 2012. Dentro de las disposiciones generales, el art. 4 reza: Igualdad de las partes. El juez debe hacer uso de los poderes que este código le otorga para lograr la igualdad real de las partes.
[12] En este sentido, acierta la Constitución española de 1978, en su art. 117.3, al reconocer que la función de los tribunales es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. El artículo 117 establece: 1. La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley. 2. Los Jueces y Magistrados no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados, sino por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley. 3. El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan. 4. Los Juzgados y Tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el apartado anterior y las que expresamente les sean atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho. 5. El principio de unidad jurisdiccional es la base de la organización y funcionamiento de los Tribunales. La ley regulará el ejercicio de la jurisdicción militar en el ámbito estrictamente castrense y en los supuestos de estado de sitio, de acuerdo con los principios de la Constitución. 6. Se prohíben los Tribunales de excepción. Ya la Constitución de Cádiz de 1812 impedía a  los tribunales el ejercicio de funciones distintas a las de juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado, vedando además a las Cortes o al Rey el ejercicio de funciones jurisdiccionales, la avocación de causas pendientes o el mandamiento de apertura de juicios fenecidos.
[13] Cfr. Barbosa Moreira, José Carlos: “Dimensiones sociales del proceso civil”, texto de la conferencia dictada el 18/8/86 en el Colegio de Abogados de Panamá, Revista Uruguaya de Derecho Procesal N° 4, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 1986, p. 429.

10 de diciembre de 2012

ANTICIPO: QUÉ PASARÁ CON EL PER SALTUM CONTRA LA PRÓRROGA DE LA CAUTELAR DEL GRUPO CLARÍN


¿POR QUÉ LA CORTE SUPREMA DEBE RECHAZAR EL RECURSO DE “PER SALTUM” INTERPUESTO CONTRA LA DECISIÓN QUE PRORROGA LA CAUTELAR DEL GRUPO CLARÍN?

Sin dudas, la disputa en torno a parte de la Ley de Medios que se ha desatado en el caso Grupo Clarín vs. Gobierno Nacional es una de las más importantes canteras para el debate procesal de los últimos tiempos. En todo su esplendor, se observa la importancia que reviste nuestra disciplina a la hora de establecer y llevar adelante estrategias en los tribunales.
Cataratas de opiniones sobre el asunto, sinnúmero de pronósticos aventureros y gestación infinita de operaciones de prensa nos convencen de llevar a cabo un análisis sereno y que deje de lado todo ribete político y subjetivo.
Vamos a enfocarnos por unos instantes estrictamente en lo jurídico, y más específicamente, en el examen procesal de la norma que atañe al último round: el recurso extraordinario por salto de instancia (más conocido como per saltum) interpuesto el famoso 7D por la Jefatura de Gabinete  (Expediente: 287/2012 Tomo: 48 Letra: E Tipo: PVA, caratulado Estado Nacional - Jefatura de Gabinete de Ministros s/ interpone recurso extraordinario por salto de instancia en autos: 'Grupo Clarín S.A. s/ medidas cautelares expte. nº 8836/09').
Recordemos  que el recurso ataca la resolución de la Sala I de la Cámara Civil y Comercial Federal, que extiende los efectos de la tan mentada medida cautelar de no innovar[1] a favor del Grupo Clarín, hasta tanto se dicte sentencia definitiva que resuelva la pretensión declarativa de certeza acerca de la  inconstitucionalidad de los arts. 41 y 161 de la ley de medios. Una detenida lectura del pronunciamiento de la Sala I nos hizo concluir que, desde nuestra óptica procesal, no merece objeciones. Ha dejado a salvo algo que muchas veces se soslaya o confunde: el fin de las medidas cautelares no es otro que asegurar el cumplimiento de una futura sentencia a dictarse en un proceso principal.
Aclarado lo anterior, queda la referencia sucinta al recurso extraordinario por salto de instancia, recientemente incorporado al CPCCN mediante ley 26.790, a través de dos agregados al art. 257: el bis y el ter[2].
El mismo nombre de la figura lo dice todo: inexorablemente y por naturaleza, es un recurso de carácter extraordinario (o sea, de tipo casacional y que implica un control judicial puramente jurídico[3], por lo que no se deben revisar los hechos antes discutidos) cuya nota distintiva es obviar el conocimiento de jueces del grado superior al que dictó la resolución, para que prontamente puedan abocarse los de la instancia siguiente. Tal como se lo legisló en el CPCCN, procede contra sentencias definitivas de primera instancia, las resoluciones equiparables a ellas en sus efectos y aquellas dictadas a título de medidas cautelares. Y como se trata de competencia federal, la instancia salteada no puede ser otra que la segunda: así, el pronunciamiento del juez de primera instancia contra el que procede esta vía impugnativa, será directamente revisada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Según la normativa incorporada al CPCCN, su admisibilidad por parte de la Corte Suprema tiene un alcance restringido y de marcada excepcionalidad. Se establecen como requisitos:
1)  que se entienda que existen cuestiones de notoria gravedad institucional,
2) que sea necesaria su solución de manera definitiva y expedita y
3) que el recurso constituya el único remedio eficaz para la protección del derecho federal comprometido, a los fines de evitar perjuicios de imposible o insuficiente reparación ulterior.
Hay más detalles para observar. Comenzando por aquellos que nos dan la pista de que se trató de una norma taylor made, pues cuenta con ciertas características muy a la medida de la causa Clarín, que venía tramitando hace un par de años. En primer lugar, ya mencionamos que se aplica sólo a procesos de competencia federal; segundo, que alcanza a resoluciones dictadas a título de medidas cautelares. Fue tanta la obsesión de los redactores de la ley 26.790 por hacerla aplicable al caso aludido ante una eventual extensión temporal de la medida cautelar decretada, que no advirtieron el efecto bumerang que puede tener para el mismo Estado, en el futuro, en otras causas. Y llama la atención (¿o no?) la inclusión del sintagma principios y garantías en el segundo párrafo del art. 257 bis (incluso en relación a nuestra Constitución) en vez del mucho más preciso derechos y garantías. No faltará quien utilice la expresión elegida por el legislador para sustentar la imposición de sus principios, de su principismo, por encima del derecho. Estamos avisando, porque quien avisa, no traiciona…
Más allá de la violación del principio de igualdad procesal al brindar al recurrente diez días para interponer el recurso, y luego dar sólo cinco al recurrido para contestarlo una vez admitido (art. 257 ter), otro punto importantísimo e indicador de que se legisló a medida es el efecto suspensivo del per saltum.
El efecto suspensivo puede ser correcto cuando el recurso en comentario se interpone ante sentencias definitivas o equiparables a tales, pues en este supuesto tendría el mismo efecto que una apelación ante la Cámara (salvo pocas excepciones, v. gr., sentencia de alimentos) y, por lo tanto, se ceñiría a la regla general. Sin embargo, para el forzado agregado de las resoluciones dictadas a título de medidas cautelares como objeto del per saltum, se hace añicos aquel apego por la regla general (que para estos casos establece que, si la medida fue otorgada, el recurso se concede con efecto no suspensivo[4]: art. 198 CPCCN, último párrafo) y se legisla lo opuesto. Hete aquí objeción digna de mención: si la medida cautelar tiene como fin asegurar el cumplimiento de una futura sentencia, cumplidos sus requisitos (verosimilitud del derecho, peligro en la demora y contracautela) se la otorga para eso. Derribarla luego con la sola admisión de un recurso, con el objetivo de discutir luego su procedencia y si fue bien o mal otorgada (recordemos: se admite el recurso sin haber oído aún al favorecido por la medida) puede producir un perjuicio irreparable al recurrido y, además, tornar en inútil todo el procedimiento posterior, que se generará para dictar una sentencia irrealizable o inejecutable en plenitud. Alguna vez un Maestro español nos dijo que el derecho, para ser derecho, debe al menos contener una mínima porción de lógica, sino no es derecho. Porque no soportará la prueba de la realidad misma.
Llegamos así a la pregunta del millón: ¿debe la Corte Suprema admitir el recurso extraordinario de salto de instancia deducido por la Jefatura de Gabinete en el caso Grupo Clarín?
Decididamente, no. El recurso es manifiestamente improcedente. Simplemente, porque fue interpuesto contra una resolución de la Cámara Federal, y si se lo declara admisible se estaría sin más desnaturalizando este remedio, que necesariamente implica obviar una instancia. No es el camino idóneo y, como tal, corresponde impugnarse la resolución por la vía adecuada; en este caso, el recurso extraordinario ante la Corte Suprema (art. 257 CPCCN)[5]. Que tiene diferencias con el per saltum: se presenta ante la Cámara que dictó la resolución atacada (no en la Corte), dentro del plazo de diez días, y luego se sustancia con el recurrido, quien tiene otros diez días hábiles para contestar (ya con estos tiempos, pasamos al 2013). Y quien resuelve si es admisible o no el recurso extraordinario es la Cámara, sin perjuicio de las facultades de la Corte emanadas del art. 280 CPCCN que, a su sana discreción y sin fundamento, puede rechazarlo (estampando la famosa plancha).
Fácilmente se observa que, en el caso Grupo Clarín, el recurso extraordinario per saltum deducido por la Jefatura de Gabinete no es procedente ya que no existe instancia que saltear. Esto es lógico. Pero aun así, si no nos damos por vencidos y seguimos buscando otros argumentos favorables a su viabilidad, tampoco los encontraremos: el per saltum en modo alguno constituye el único remedio eficaz para la protección del derecho federal comprometido (pues corresponde el recurso extraordinario del art. 257 CPCCN) y, si se lo admite, justamente (por tratarse de cautelares) se daría el supuesto inverso al que fija la norma. Su efecto suspensivo generaría perjuicios de imposible o insuficiente reparación ulterior no ya en el recurrente, sino en el recurrido, con la sola admisión de un recurso que no se sabe si será o no procedente. Porque todavía no fue oído.
Si bien hay otras críticas para hacer a la ley 26.790[6], lo que rescatamos aquí es la importancia que tiene lo procesal en un caso tan resonante. La Corte Suprema, en esta semana que se inicia, tomará una decisión trascendental para esta encendida disputa sobre la ley de medios entre el Gobierno nacional y el Grupo Clarín. Dejemos la política y lo subjetivo de lado. Si se decide con el derecho, será la crónica de un rechazo anunciado que surgirá de un tribunal imparcial. Nada más.


[1] Ordenó la suspensión de los efectos del art. 161 de la ley 26.522 sobre los activos de la actora.
[2] Recurso extraordinario por salto de instancia
Artículo 257 bis: Procederá el recurso extraordinario ante la Corte Suprema prescindiendo del recaudo del tribunal superior, en aquellas causas de competencia federal en las que se acredite que entrañen cuestiones de notoria gravedad institucional, cuya solución definitiva y expedita sea necesaria, y que el recurso constituye el único remedio eficaz para la protección del derecho federal comprometido, a los fines de evitar perjuicios de imposible o insuficiente reparación ulterior.
Existirá gravedad institucional en aquellas cuestiones sometidas a juicio que excedan el interés de las partes en la causa, proyectándose sobre el general o público, de modo tal que por su trascendencia queden comprometidas las instituciones básicas del sistema republicano de gobierno o los principios y garantías consagrados por la Constitución Nacional y los Tratados Internacionales por ella incorporados.
La Corte habilitará la instancia con alcances restringidos y de marcada excepcionalidad. Sólo serán susceptibles del recurso extraordinario por salto de instancia las sentencias definitivas de primera instancia, las resoluciones equiparables a ellas en sus efectos y aquellas dictadas a título de medidas cautelares.
No procederá el recurso en causas de materia penal.
Forma, Plazo, Trámite y Efectos
Artículo 257 ter: El recurso extraordinario por salto de instancia deberá interponerse directamente ante la Corte Suprema mediante escrito fundado y autónomo, dentro de los diez (10) días de notificada la resolución impugnada.
La Corte Suprema podrá rechazar el recurso sin más trámite si no se observaren prima facie los requisitos para su procedencia, en cuyo caso proseguirá la causa según su estado y por el procedimiento que corresponda.
El auto por el cual el Alto Tribunal declare la admisibilidad del recurso tendrá efectos suspensivos respecto de la resolución recurrida.
Del escrito presentado se dará traslado a las partes interesadas por el plazo de cinco (5) días notificándolas personalmente o por cédula.
Contestado el traslado o vencido el plazo para hacerlo, la Corte Suprema decidirá sobre la procedencia del recurso.
Si lo estimare necesario para mejor proveer, podrá requerir al Tribunal contra cuya resolución se haya deducido el mismo, la remisión del expediente en forma urgente.
[3] ALVARADO VELLOSO, Adolfo: Lecciones de derecho procesal civil, La Ley, Buenos Aires, 2010, p. 747.
[4] Mal llamado devolutivo.
[5] Tampoco es idóneo el recurso ordinario ante la CSJN, pues tratándose de una resolución sobre medida cautelar, no constituye sentencia definitiva de las cámaras nacionales de apelaciones (art. 24, inc 6°del Decreto-Ley 1285/58 de Organización de la Justicia Nacional).
[6] La petición de los autos de forma urgente como “medida para mejor proveer” o la inútil aclaración de que “no procederá el recurso en causas de materia penal” cuando la norma se incorpora al CPCCN, demuestran una redacción apurada o, como sostuvo un respetado procesalista días atrás, carente de la colaboración de expertos en la materia.