Antecedentes académicos y profesionales

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Buenos Aires, Argentina
Doctor en Derecho y Magíster en Derecho Procesal (Universidad Nacional de Rosario). Director del Departamento de Derecho Procesal Civil (Universidad Austral, Buenos Aires). Profesor Adjunto regular de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Docente estable en la Maestría en Derecho Procesal (Universidad Nacional de Rosario). Profesor Invitado a la Especialización en Derecho Procesal y Probatorio de la Universidad del Rosario (Bogotá, Colombia) y a la Especialización en Derecho Procesal de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Miembro Titular del Instituto Panamericano de Derecho Procesal. Abogado y experto en litigación. Consultor internacional. Autor de cuatro libros y más de treinta artículos de doctrina, además de haber escrito otros tres libros como coautor y participado en obras colectivas. Sus trabajos de doctrina fueron publicados en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Paraguay, Perú y Uruguay. Ha dictado cursos y conferencias en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay. Miembro de la Comisión Redactora del Anteproyecto de CPCCN

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Bienvenidos. Muchas gracias por visitar el blog. Encontrarán algunas novedades e información sobre distintas actividades académicas y debates procesales. También se irán presentando mis publicaciones, incluyendo artículos de doctrina relacionados con el derecho procesal y los sistemas de justicia en Latinoamérica. El desafío es construir juntos, a partir de los Derechos Humanos bien entendidos, una justicia mejor, que se ocupe del hombre que acude a ella.
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Saludos desde Buenos Aires.

25 de noviembre de 2012

EL CONCEPTO DE SISTEMA O MODELO DE ENJUICIAMIENTO


             Salvo muy contadas excepciones, la doctrina procesal —a lo largo de su no muy dilatada historia— no ha puesto suficiente empeño en estudiar acabada y profundamente los sistemas de enjuiciamiento; mucho menos en examinar sus vínculos con los sistemas socio-políticos y en avanzar en la búsqueda del trasfondo ideológico. De veras, durante mucho tiempo, se han obviado deliberadamente estos temas como si fueran tabúes.
             Una revisión de todo lo atinente al sistema o modelo de enjuiciamiento, también conocido como sistema procesal, nos lleva a concluir que —en realidad— no se trata de términos equipolentes, sino de dos vocablos entre los cuales media una relación de género a especie. Dentro del género sistema de enjuiciamiento, puede presentarse tanto un sistema procesal como un modelo o sistema procedimental.
           El sistema procesal en sí, más allá que bien puede y debe ser analizado por el derecho procesal ―desde que el concepto de proceso es su piedra angular― se proyecta sobre varios aspectos del conocimiento, y no sólo el jurídico. El procesalismo lejos está de agotar el análisis de los sistemas de enjuiciamiento; además poco se ha avanzado en su sintonía con los derechos humanos y la democracia.        El panorama apuntado hizo que se le haya dado escasa relevancia a la distinción entre sistemas de enjuiciamiento, principios procesales y reglas procedimentales. En consecuencia, la mayoría de los autores tildan a los primeros de principios, con lo que disminuyen notablemente su jerarquía y, por ende, la atención dispensada al estudiarlos. De allí que ―aunque parezca contradictorio con lo que venimos sosteniendo― abunde la bibliografía sobre dispositivismo e inquisitivismo, pero sólo una mínima porción le reconoce el estatus más elevado que implica ser el punto de partida de toda la estructuración jurisdiccional. Por eso, sin dudas, preferimos hacer mención de ellos como sistemas o modelos, distintos de los principios y las reglas, siguiendo las enseñanzas del Maestro Adolfo Alvarado Velloso.
       Ya el célebre procesalista argentino Hugo Alsina en la primera edición de su Tratado teórico práctico de derecho procesal civil y comercial (Compañía Argentina de Editores, Buenos Aires, 1941, t. I, p. 77) se refería a los sistemas procesales y señalaba la existencia de dos fundamentales: el acusatorio y el inquisitivo, que para este autor representaban dos etapas en la evolución del procedimiento. En la segunda edición de la misma obra ―Ediar, Buenos Aires, 1963, t. I, p.101―[1] ampliaba su estudio sobre el tema aclarando que estos dos tipos fundamentales de procedimiento responden a dos concepciones distintas del proceso según la posición que en el mismo se asigne al juez y a las partes.
             Una vez reconocido el trabajo precursor de Alsina sobre sistemas procesales, tanto la escasez de definiciones practicadas al respecto como la errónea adjetivación de procesales a sistemas que en realidad son procedimentales, nos persuade a volcar una aclaración y a bocetar un concepto. En realidad —y tal lo adelantáramos— dentro de los sistemas de enjuiciamiento tendremos un tipo de modelo que hospeda un proceso ―donde bien podremos aludir a sistemas procesales― y otro donde sólo se contienen procedimientos ―que denominaremos sistemas procedimentales―.
             Por consiguiente, el sistema de enjuiciamiento es el método que debe transitarse previo al dictado ―por parte de determinada autoridad― de una sentencia susceptible de adquirir calidad de res judicata. En otras palabras, ofrece las pautas o condiciones que deben respetarse antes de que alguien sea juzgado. Así, el sistema de enjuiciamiento que rige en una sociedad determinada constituye el punto de arranque de toda la estructuración jurisdiccional, con prescindencia de la legislación procedimental contingente. Y de esto se sigue que, según sea el modelo adoptado, será posible ejercer el derecho de defensa en juicio en mayor o menor medida.
             Podemos también extender el panorama observando el plano de la realidad y cotejarlo con la teoría, a fin de buscar mayor prolijidad del lenguaje. Para ello debemos escudriñar en dos direcciones: primero, en desprender conceptualmente la noción de proceso y la de procedimiento; segundo, en examinar los métodos de enjuiciamiento. Luego, completar un tercer paso, vinculando lo ya expresado: concluiremos que el proceso se identificará con cierto método de enjuiciamiento y el procedimiento con otro. Así es como hallaremos un modelo continente de un proceso y uno que sólo aloja procedimiento. Regresando al objetivo fijado al comienzo del párrafo, se explica por qué debemos referirnos a sistema procesal en un caso, y a sistema procedimental en el restante. Sin embargo, aquí colisionamos con el significado otorgado a la voz proceso, que no en vano un nutrido grupo de la doctrina amalgama con procedimiento, postura que no compartimos.
             En consecuencia, si no se prescinde de la importantísima diferencia conceptual entre proceso y procedimiento y se desea lograr una denominación general comprensiva del contenido tanto procesal como procedimental ―según el caso― nos inclinamos por hacer mención a sistema de enjuiciamiento.
             La elección del método de enjuiciamiento corresponde a la sociedad, al pueblo ―ya sea directamente o a través de representantes tales como el constituyente o, en su defecto, del legislador―, siendo sumamente importante el cuidado de la compatibilidad sistémica. De lo contrario, las consecuencias repercutirán negativamente más allá del sistema procesal, complicando el desenvolvimiento del macrosistema. Por lo tanto, la selección de origen muestra innegables raíces democráticas, sin que en ello influya la mentada calidad contramayoritaria del Poder Judicial que se ve en muchos países.
             Gracias a la ya aludida globalización jurídica, el modelo de enjuiciamiento que se implemente en las naciones respetuosas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos debe ajustarse a sus parámetros. Por lo tanto, debido a que éste emana directamente de la naturaleza humana ―cuyos derechos fundamentales están a salvo únicamente en una democracia pro homine―, es de toda lógica que el método de enjuiciamiento respete sus lineamientos.
             Sin embargo, existen numerosos ejemplos donde a nivel constitucional se establece un diseño procesal que no es seguido por los códigos de procedimientos. Acertadamente se ha advertido sobre la incompatibilidad que se observa en América, donde el sistema acusatorio es el adoptado por todas las constituciones del siglo XIX ―la mayoría vigente hasta hoy con sus paradigmas originales―, en tanto que el sistema inquisitorio es el contenido en las leyes procedimentales, que ostentan obviamente un rango jurídico menor. De donde surge clara su inconstitucionalidad. En otras palabras, las constituciones instrumentan el diseño triangular, en el cual el juez puede actuar con imparcialidad. En cambio, las leyes adoptan el diseño vertical, en el que el juez no puede actuar con imparcialidad por mucha que sea su buena fe y voluntad puesta al efecto[2].
             Lo apuntado representa un problema que requiere urgente solución si lo que se busca es una mejor respuesta del Poder Judicial de cara a la sociedad. No es un dato menor que toda la estructura jurisdiccional debe establecerse en función al sistema de enjuiciamiento que se fije. Sin embargo, el hecho de que las leyes procedimentales inferiores no respeten el sistema de las constituciones o, si se quiere, del Derecho Internacional de los Derechos Humanos ―que reconoce el derecho de acceso a la justicia y la garantía del proceso, es decir, a ser juzgado por un tercero imparcial e independiente luego de debatir en igualdad de condiciones contra el oponente― en modo alguno debe entenderse como una atribución o posibilidad de aquéllas de modificar a éstos. Por tal motivo, preferimos dejar a salvo al sistema de enjuiciamiento por encima de los ordenamientos procedimentales contingentes, ya que ―en una democracia pro homine― aquél tiene la vital misión de brindar el método capaz de hacer efectivos ―cuando sea menester― los derechos humanos. Ello no obsta a la existencia, en otros modelos autocráticos, estatistas o totalitarios de un sistema procedimental, que en verdad no contiene un proceso ―aunque así se denomine a alguna clase de procedimiento cuyos objetivos son muy distintos, dado que el hombre pasa a un segundo plano―.
             Quizá una buena alternativa para lograr que el derecho se adapte definitivamente a los profundos cambios que presentó el mundo en las últimas décadas, sea enfocarnos en detectar y corregir la inoperatividad de derechos humanos que puede llegar a ocasionar un modelo de enjuiciamiento inadecuado, allí donde se los quiere respetar.




[1] El tomo I de la segunda edición fue escrito hacia 1955. Hugo Alsina falleció en Buenos Aires el 21 de Octubre de 1958.
[2] Alvarado Velloso, Adolfo: “La imparcialidad judicial y la prueba oficiosa”. VV.AA.: Confirmación Procesal. Colección Derecho Procesal Contemporáneo. Dir.: Adolfo Alvarado Velloso y Oscar Zorzoli. Ediar, Buenos Aires, 2007, p. 12.

21 de noviembre de 2012

LAS CARACTERÍSTICAS DEMOCRÁTICAS DEL PROCESO DISPOSITIVO-ACUSATORIO

               Un sistema democrático enfocado en el hombre y en la vigencia de sus derechos, no puede prescindir de un sistema procesal que comparta y asista a estos fines.
            En líneas generales, el método de enjuiciamiento inquisitivo o inquisitorio muestra un esquema de concentración de poder, actividades y protagonismo en la persona del juzgador preferentemente compatible con regímenes de caracteres autocráticos, pues el acento está puesto más en la jurisdicción que en las partes litigantes. Como consecuencia directa, la imparcialidad y la independencia del decisor no se encuentran sostenidas desde el sistema, que a su vez contiene pocos controles y demasiada discrecionalidad.
            En cambio, el sistema dispositivo o acusatorio permite diferenciar las actividades que se despliegan a lo largo del procedimiento, otorgando roles precisos tanto a la autoridad  jurisdiccional como a las partes. Reconociendo que se trata de un método, promueve el debate de los contendientes en pie de igualdad y acepta el consenso de la autocomposición de manera previa a la resolución heterocompositiva.
            En Latinoamérica, es el procesalismo penal el que recién a finales del siglo XX comprendió en buena medida la correlatividad entre democracia y sistema acusatorio, pese a que las constituciones de la región consagraban ―algunas desde hacía más de un siglo, como la constitución de la Argentina de 1853― dicho método de enjuiciamiento. Por tal motivo se viene generando una corriente ya no de simple reforma, sino de absoluto cambio sistémico del procedimiento penal, sobre todo en Chile, Perú y parte del territorio argentino. Pese a ello, la influencia inquisitiva derivada de la tradición colonial sobrevive en leyes y códigos aún vigentes, principalmente en materia no penal. 
            En la actualidad, se está abriendo paso y marcando tendencia la aceptación de un paralelismo entre democracia y sistema acusatorio. Más aún, mucho se avanza inclusive en la correlación entre sistema acusatorio y regímenes democráticos y entre sistemas inquisitivos y regímenes absolutistas[1].
            Estimamos que, quizás, haya que intensificar esfuerzos en la adecuación conceptual de la democracia, el proceso y el procedimiento considerando el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, al tiempo que se deben afinar las ideas sobre sistemas, principios y reglas procesales.
            Empero, no tenemos dudas en que el método de enjuiciamiento acusatorio en materia penal y dispositivo en las restantes es el único compatible con la idea de democracia que sostenemos, pues comparten fundamentos basales posibilitando a la persona su plena realización.
            En este orden de ideas, la dignidad humana respetada por la democracia se refleja en el proceso acusatorio o dispositivo merced al ejercicio del derecho de defensa y el estado de inocencia del que goza todo acusado hasta que una sentencia firme lo condene.
            La igualdad jurídica, fomentada por la democracia, constituye nada menos que un principio angular en el proceso que posibilita un debate sin preferencias ni privilegios que beneficien a una de las partes en detrimento de su oponente. Porque en el proceso el rico y el pobre, el grande y el pequeño, la mayoría y la minoría, el bueno y el malo, el fuerte y el débil tienen idénticas oportunidades de actuar, defenderse y ser oídos. Igualdad que se conjuga con la imparcialidad del juzgador.
            El consenso también es recibido, confiriendo a las partes el protagonismo en el impulso del proceso y reconociendo que si su derecho es transigible antes que sea involucrado en un litigio, también lo será en el proceso, motivo por el cual podrán autocomponerlo.
            El diálogo, imprescindible para la democracia, también lo es en el proceso acusatorio o dispositivo, ya que se sustenta en el debate entre las partes que a su vez debe ser ineludiblemente escuchado por la autoridad antes de pronunciarse. Tan así que el objeto del proceso es el debate mismo.
            La seguridad, otro de los pilares del sistema democrático, es acogida en un método de enjuiciamiento que sigue reglas preestablecidas y conocidas, pero que también resuelve los litigios respetando el derecho y no pareceres voluntaristas de quien decide.
            Y la libertad, finalmente, no sólo se mira en el espejo de la iniciativa de la acción procesal, de la pretensión, del impulso procedimental y de la autocomposición tal como las acepta el sistema acusatorio o dispositivo. Porque el proceso que sigue lineamientos democráticos, ni más ni menos, constituye el bastión de la libertad de las personas y la última alternativa para hacer efectivos los derechos.
            Sin dudas, concluimos que el proceso jurisdiccional enmarcado en el sistema dispositivo-acusatorio es inherente a la propia naturaleza humana. Sin él, la realización de los derechos humanos quedaría a merced del poder, fulminándose toda posibilidad de subsistencia de una democracia pro homine, ya que el hombre deja de ser el centro del sistema. En rigor de verdad, el proceso hace posible que el sistema reconozca a los derechos humanos como inherentes a las personas y no como una dádiva que otorga el Estado ―rectius, los que ejerzan el poder―.




[1] Ferrajoli, Luigi: Derecho y razón. Teoría del garantismo penal. Trad. castellana de Perfecto Andrés Ibáñez, Alfonso Ruiz Miguel, Juan Carlos Bayón Mohino, Juan Terradillos Basoco y Rocío Cantarero Bandrés. Trotta, Madrid, 1995, p. 636, nota 84.

17 de noviembre de 2012

EL DERECHO CON DERECHOS HUMANOS Y EL PROCESO A PARTIR DE LOS DERECHOS HUMANOS


      Casi como por inercia, gran parte de las explicaciones sobre el derecho siguen alimentándose con ideas de otros tiempos, donde ni por asomo se vislumbraba un Derecho Internacional de los Derechos Humanos que trasladara el epicentro de la soberanía y la autoridad a la persona humana. Puede resultar curioso, pero muchas veces los derechos humanos ―incluyendo variada terminología, como derechos del hombre, fundamentales, morales[1], inherentes a la persona, naturales, esenciales, etcétera― se consideran para todo, salvo para intentar establecer la definición del derecho.
      El profesor Javier Hervada nos ilustra brillantemente al respecto. Destaca que comúnmente se entiende por derechos humanos aquellos derechos que el hombre tiene por su dignidad de persona[2] ―o, si se prefiere, aquellos derechos inherentes a la condición humana― que deben ser reconocidos por las leyes. Dado que preexisten a las leyes positivas, ellas los declaran y reconocen ―y nunca los otorgan o conceden―[3], de manera tal que son consideradas justas si respetan los derechos humanos, e injustas y opresoras si son contrarias a ellos[4]; incluso se admite que la falta de reconocimiento genera legitimidad al recurso a la resistencia ―activa o pasiva―[5].
      Si los derechos humanos ―continúa el jurista de la Universidad de Navarra― no constituyen un espejismo, parece claro que tienen una relación íntima con el concepto de derecho. No obstante, los filósofos del derecho, al intentar llegar a un concepto de derecho, no han tenido en cuenta ―al menos en debida proporción― los derechos humanos. A partir de allí, Hervada subraya la contradicción en que incurren los filósofos y juristas que niegan que los derechos humanos sean propiamente derechos: siguen llamándoles derechos, pero en realidad estiman que se trata más bien de valores, postulados políticos, exigencias sociológicas, etcétera. Y remata que el origen de estas opiniones se encuentra en la negación a que pueda preexistir un derecho fuera de la concesión u otorgamiento de la ley positiva, ya que consideran únicamente a ésta como verdadero derecho[6].
      Sin dudas, los apuntes precedentes nos ayudan a reflexionar sobre dos aspectos que bien merecen ser tomados en consideración.
      En primer lugar, el recurrente anuncio desde distintas corrientes que ensalzan la importancia de los derechos humanos para el mundo jurídico, muestra paradójicamente a esos mismos derechos humanos al margen de toda definición de derecho. En segunda posición, parece quedar al descubierto cierta inconsistencia argumental en el juspositivismo que asimila y limita el derecho a la ley positiva, pues queda huérfana de explicación la innegable preexistencia de los derechos humanos respecto al ordenamiento jurídico positivo: aquéllos nacen con el hombre, transmiten o proyectan un contenido inmanente de justicia y son inherentes a la persona humana, creadora del ordenamiento aludido en su propio beneficio ―de allí que éste los declara y reconoce―. Incluso, cuesta disimular las dificultades de acercamiento de esta línea de pensamiento filosófico con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que en los pactos y tratados internacionales que lo integra, decididamente, se ha inclinado por la terminología y la orientación jusnaturalista, única compatible con un sistema de derechos preocupado por la persona humana y su dignidad, y que implícitamente trae aparejado un núcleo de derechos fundamentales distinguible del derecho positivo. Igual suerte corren las ideas culturalistas, pues en definitiva no dejan de sostener que los derechos humanos constituyen una creación o producto del propio hombre, desconociendo su carácter de esencialidad e inherencia a su ser.
      Por consiguiente, podemos concluir que, si se acepta sin cortapisas al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, debe admitirse al menos que tanto el derecho positivo como el derecho natural son parte de un sistema jurídico que, si bien debe ocuparse de regular las relaciones intersubjetivas, únicamente puede construirse y sostenerse a partir de la declaración, reconocimiento y protección de los derechos que son inherentes a la naturaleza y dignidad humanas, garantizados por algún medio respetuoso de ellos. De lo contrario, no superarán la categoría de derechos nominales: no funcionarán como derechos por su propia endeblez e incompletitud. Allí comienza a tallar el problema de la efectivización, que hoy por hoy es el punto que más atención necesita en materia de derechos humanos.
      Aceptando que no podemos insistir en analizar el derecho sin considerar los derechos humanos, sería contradictorio proponer herramientas o instrumentos para su resguardo que no los respeten. Resulta ineludible, pues, que el derecho procesal revise y repiense sus conceptos fundamentales, figuras y teorías.
      Su objeto de estudio ―el proceso― no queda al margen de la cuestión. Es la garantía de garantías que ultima ratio el sistema reconoce como perteneciente al hombre, a fin de que los derechos no se limiten a la inerte declaratividad del papel: además pueden así cobrar vida en la plenitud de su respeto y ejercicio. En consecuencia, un sistema que reconoce los derechos humanos inexorablemente debe hospedar un proceso jurisdiccional que los respete. Porque de no ser así, asomará una aporía: cada vez que se logre el respeto de algún derecho a través del proceso se estará violando algún derecho humano. Esta afirmación, que puede parecer un tanto despiadada, se verifica cotidianamente en los ordenamientos procedimentales que no respetan adecuadamente el derecho de defensa en juicio.



[1] Según Rex Martin, existe acuerdo general entre los filósofos en que los derechos humanos son derechos morales. Aclara que el vocablo moral parece estar cumpliendo en gran parte la misma función que cumplía el vocablo natural: la descripción de los derechos como naturales daba a entender que no eran convencionales o artificiales, en el sentido en que lo son los derechos jurídicos. V. Martin, Rex, Un sistema de derecho. Trad. de Stella Álvarez. Ed. Gedisa, Barcelona, 2001, p. 96.
[2] Se enfatiza que la dignidad de la persona es el rasgo distintivo de los seres humanos respecto de los demás seres vivos, la que constituye a la persona como un fin en sí mismo, impidiendo que sea considerada un instrumento o medio para otro fin, además de dotarlo de capacidad de autodeterminación y de realización del libre desarrollo de la personalidad. La dignidad es así un valor inherente a la persona humana que se manifiesta a través de la autodeterminación consciente y responsable de su vida y que exige el respeto de ella por los demás. V. Nogueira Alcalá, Humberto, La dignidad humana y los derechos fundamentales. El bloque constitucional de derechos fundamentales. Revista de Derecho de la Universidad Católica de la Santísima Concepción de Chile N° 15, 2007-1, Concepción, 2007, p. 44.
[3] Cfr. Hervada, Javier: Escritos de derecho natural. 2ª edicion ampliada. Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 1993, p. 452.
[4] Ibídem, p. 454.
[5] Ibídem,  p. 452.
[6] Ibídem,  pp. 457/458.

6 de noviembre de 2012

ACTIVISMO JUDICIAL VS. GARANTISMO PROCESAL: PREGUNTAS Y RESPUESTAS


Aún pecando por simplistas, existe cierto consenso en reducir a dos grandes tendencias las líneas del pensamiento procesal de renovada vigencia y mayor predicamento en la actualidad: el activismo y el garantismo. Nuestro objetivo será introducir al lector en algunas de las aristas que diferencian a ambas corrientes, a partir de las respuestas a interrogantes que iremos proponiendo. El debate entre  activismo y garantismo ayuda a recobrar el interés  por algunos temas que merecen ser repensados. 
Porque el derecho procesal es mucho más entretenido cuando se discuten ideas que cuando se limita a repetir lo que dicen las normas de procedimiento.

¿Cuál es la principal distinción entre el activismo y el garantismo?
Sencillamente, su punto de partida, que permite el desarrollo de concepciones nítidamente diferentes sobre el mismo fenómeno. Así como intelectivamente podemos construir un sistema político, jurídico y social privilegiando al Estado o, caso contrario, a la persona humana, también es posible trasladar este dilema en la edificación de un modelo de justicia ―o sistema de enjuiciamiento, que funcionalmente se comporta como un subsistema del macrosistema político y social―. Por consiguiente, podremos estructurarlo atendiendo en mayor medida a la autoridad que resolverá heterocompositivamente los litigios, o enfocándonos en las personas alcanzadas por éste. Recordemos que por litigio entendemos la afirmación en el plano jurídico de la existencia de un conflicto intersubjetivo de intereses. Entonces, es factible diseñar un sistema de justicia más preocupado por la persona que debe recurrir a él que por la autoridad que la imparte. En definitiva, la plataforma de lanzamiento podrá ser situada ora en el hombre que actuará como parte procesal, ora en la autoridad que hará las veces de juez o árbitro.
Lo apuntado ayudará para explicar a continuación la completa denominación que conferimos a una y otra corriente.

¿Por qué entendemos que corresponde hacer referencia a activismo judicial o, también, jurisdiccional?
Porque en él, la figura del juez o árbitro, o sea la actividad del órgano jurisdiccional, adquiere un grado de preponderancia tal, que en algunas ocasiones no es difícil traspasar el límite ―que indica que la autoridad, al igual que todos, debe obedecer el derecho― y desembarcar en el decisionismo voluntarista. El rol del juez es protagónico, y es el encargado de hacer justicia, su justicia, en el caso concreto. La influencia de ideas publicísticas muy en boga en la primera mitad del siglo pasado se hace patente.

¿Y por qué hablamos de garantismo procesal?
Porque en él, el irrestricto respeto de los derechos y garantías reconocidas por las constituciones nacionales y los instrumentos que conforman el Derecho Internacional de los Derechos Humanos se cristalizan en el proceso, que representa la garantía de garantías y constituye el instrumento por antonomasia para hacer efectivizar todos y cada uno de los derechos reconocidos explícita o implícitamente por el macrosistema político y social.

¿Cuáles son las consecuencias, desde una perspectiva estrictamente procesal, que emanan del activismo y del garantismo?
La aludida influencia ejercida por el pensamiento publicista instaló la apreciación de que el derecho procesal era mera técnica volcada a normas de procedimiento, desprovista de todo trasfondo ideológico y político. Este intento fue, de alguna manera, desdibujando el objeto de estudio a fuerza de confusión conceptual: no se exhibían las claras diferencias entre el proceso y el procedimiento. Al punto que Eduardo COUTURE, en algún momento y con la profundidad y sencillez que lo caracterizaba, puso las cosas en su lugar exclamando que el mismísimo nombre de nuestra disciplina ―derecho procesal― señala que el objeto de conocimiento no es otro que el proceso.
El activismo judicial, fiel al protagonismo de la autoridad que propaga, conduce a la procedimentalización y al intervencionismo judicial, fomentando mayor poder para los jueces a través de facultades probatorias e instructorias para buscar la verdad, a efectos de aplicar un criterio de justicia al caso concreto.
El garantismo procesal, en cambio, pone el foco en el objeto de estudio del derecho procesal, y rescata al proceso como medio de defensa del ser humano, que debe ser escuchado antes de ser juzgado. Con la diferencia de que la autoridad debe ser imparcial ―tal como lo indica el art. 10 de la DUDH― y, por tanto, es llamada sólo para juzgar; por ello se descarta toda posibilidad de que acuse y pruebe contra alguna de las partes.

¿Puede trazarse algún correlato entre cada una de estas tendencias y los sistemas políticos actuales?
Siguiendo a GARCÍA DE ENTERRÍA, desde la caída del Muro de Berlín, en el mundo sólo subsisten los regímenes autocráticos y los democráticos. Mal que les pese a sus seguidores, el activismo judicial con su esquema de poder concentrado en una autoridad jurisdiccional que impone, se siente más cómodo en una autocracia. Caben destacarse grandes esfuerzos teóricos para insertar el activismo en la democracia, por parte de varios doctrinarios ―algunos de los cuales revisten en las filas del neoconstitucionalismo― quienes, luego de aplaudir la famosa Corte Warren, tratan de justificar que la última palabra del sistema democrático en el siglo XXI la tienen los jueces, proclamándose hasta la omnipotencia judicial como solución a los problemas actuales. Si la humanidad luchó durante siglos con el afán de limitar y controlar el poder, sosteniendo instituciones republicanas, aumentando la representación y fomentando el diálogo y el consenso con el objetivo de apuntalar la democracia como forma de gobierno, cuesta aceptar que dejar todo en manos de una sola persona muy poderosa que tiene la última palabra, llamada juez, sea una idea esencialmente democrática.
A su turno, el garantismo procesal permite construir a partir de las entrañas mismas de los derechos humanos ―la dignidad humana― un verdadero sistema de enjuiciamiento para la democracia moderna, la cual tiene carácter bidimensional ―comprensiva de una faceta procedimental, integrada por los mecanismos de elección de representantes, y una sustancial, que constituye la puerta de ingreso de los valores propiamente democráticos―. Esto es posible desde que, para el garantismo, el proceso es método de debate en igualdad jurídica de condiciones ―es medio y no fin en sí mismo― a través del cual la persona humana es escuchada por el tercero imparcial antes de resolver observando reglas preexistentes. Valores democráticos tales como la igualdad, el consenso, la seguridad, la previsibilidad y el diálogo, se ven reflejados en el proceso como método de debate que impulsa el garantismo.

¿En qué se diferencian una y otra corriente acerca de la razón de ser del proceso?
Como corolario de las respuestas anteriores, es interesante apuntar este aspecto, adelantando una salvedad: el término proceso tiene distintos alcances en cada una de las líneas bajo análisis. A partir de la magnífica obra del procesalista mexicano Humberto BRISEÑO SIERRA (1914-2003) y el argentino Adolfo ALVARADO VELLOSO (n. en 1935) se consolidaron las bases que permitieron diferenciar conceptualmente el proceso y el procedimiento, siendo el objeto de aquél el debate entre las partes. En la medida que este objeto se limite o elimine, es evidente que el fenómeno será otro. Mientras que para el activismo judicial la razón de ser del proceso ―mezclado con el procedimiento― es alcanzar la justicia en el caso concreto, para el garantismo es la paz social. Porque el hombre, en tiempos remotos, al crear el proceso, brinda una alternativa pacífica a la habitual práctica de hacer justicia por mano propia. Y, casi como por arte de magia, es posible transformar el imperio de la fuerza de la razón en el de la razón de la fuerza.
Muchos, muchísimos más interrogantes podrá hacerse el lector sobre este tópico. Nosotros, simplemente, quisimos acompañarlo en los primeros pasos.